martes, 10 de marzo de 2009

"ONCE" El exilio de las ratas

Se cuenta en el barrio de Once que una mañana de sol amariconado las ratas decidieron marcharse sin ofrecer explicaciones. Todas hacia el oeste, por calle Sarmiento. A una hora de la tarde de aquel mismo día, en medio de la estupefacción generalizada de la vecindad debido al espectáculo aterrador que había sido la huída de miles de ratas en fila india, llegó Moncho: nombre o sobrenombre que invento ahora, porque el verdadero nunca lo supo nadie, y nadie se molestó nunca en saberlo, ya que las personas que deciden entregarse a la muerte sin ofrecer resistencia pierden su nombre como por ensalmo. Al otro día llegué yo, y si bien no había ratas, tuve la impresión que el barrio era un escenario de guerra civil. El motivo del exilio de las ratas fue un misterio y lo seguirá siendo. Durante meses, los vecinos se enfrascaron en disertaciones interminables con el fin de encontrar alguna lógica a tan desolador acontecimiento: algunos decían que los roedores se habían vuelto locos de tanto ruido y se habían marchado en busca de destinos más bucólicos, otros que el gobierno había echado veneno para espantarlas. Amílcar, un viejo enclenque -portador de un impecable peluquín pelirrojo- que era el legítimo gran sabio del barrio, me aseguró una tarde, en el mercado del chino Lee, mientras él compraba papel higiénico y yo media docena de huevos, que las ratas, hartas ya de ver tantos pibes muriéndose de hambre en las calles, tanta droga, tanta mierda, tanta férula impasible y soez, habían decidido marcharse por no poder ya soportar tanta tristeza. Anselmo, el único sociólogo del barrio, dijo en cambio -incluso en un programa de radio de la zona de importancia relativa- que las ratas habían emprendido la retirada buscando un poco de dignidad, ya que Once les resultaba una región de baja estofa y nula esperanza. Y considero que razones no le faltaban al insigne sociólogo para elucubrar semejante teoría.
Todo los que le pueda contar sobre Moncho, desde su llegada al barrio hasta su partida en ambulancia seis meses después, se basa en oculares experiencias personales y en comentarios con vecinos, que al igual que yo, jamás pudieron entablar una conversación medianamente extensa con él como para enterarse algo significativo de su vida…
Los cien metros que van desde el límite oeste de la calle Sarmiento -en la esquina que corta con Ecuador, donde se encuentra mi ínsula- hasta la esquina oriental de Bulogne Sur Mer, conforman la conocida “Frontera”. En la mano de mi ínsula, en orden de aparición, siempre hacia el este hasta Bulogne Sur Mer, encontramos: Un restaurante de poca monta que está justo debajo de mi edificio en donde suelo comer los días que estoy cansado de mí mismo, dos casas ocupadas, una peluquería para travestis sin poder adquisitivo como para disimular la barba, el Sindicato Argentino De Peinadores, una Unidad Básica peronista, una bolichón peruano donde van a perturbar su lucidez latinoamericanos de todas partes, una pizzería bastante buena para las pretensiones barriales, otra casa ocupada, y el Hotel “Paraíso”: una covacha fétida, regentada por un travesti y una pareja de jóvenes ecuatorianos que aparentan al menos quince años más de los que realmente tienen… De la mano del frente, de oste a este, tenemos: Un Kiosco próspero, el almacén del chino Lee, otra Unidad Básica de corte peronista, un taller mecánico, una galpón donde entran y salen durante todo el día los colectivos que traen gente de todo el país que viene a comprar, a por mayor, a la infinidad de comercios que existen en Once para abastecer sus respectivos comercios; otro restaurante pobretón, un Estacionamiento, una casa donde venden heladeras que difícilmente funcionen, y otra peluquería de travestis al final…Todo esto, sumado al tifón de autos, camiones, colectivos, voces humanas, olores crueles, basura desparramada, borrachos moribundos, cartoneros, mujeres y niños buscando algo para masticar en los tachos de basura, delincuentes marginados, mocosos reventados de paco, etc, etc…, existe en apenas cien metros de mundo.
Moncho llegó al barrio vestido decentemente, con un par de mocasines negros dignamente lustrados, una camisa a cuadros de clase media baja y limpia, un jean discreto, y un pequeño bolso colgado de su hombro donde viajaban todas sus propiedades privadas. No lo sé, pero por el aspecto rendido de su rostro parecía un tipo que ya había perdido todas las batallas personales y no le quedaban fuerzas ni para replegarse y rearmarse. Llegó, alquiló una habitación en el hotel Paraíso, dejó sus cosas, salió a la calle, se sentó en las escaleras de la entrada, y levantó banderas blancas. Durante los seis meses que estuvo en el barrio no se desplazó más de treinta metros hacia el oeste… Era evidente que había traído consigo sus últimos ahorros, así que pasó la primera temporada ahogándose en vinos ordinarios, fumando como un caballo y comiendo porquerías durante el día, y cobijado en la habitación del hotel por la noche,… Se fue hinchando poco a poco, la barba le creció despareja, los ojos comenzaron a perder rastros de alma, el pelo se le endureció por la mugre, el cuerpo se le cubrió de barro, tierra, orín y mierda, y las ropas comenzaron a ser harapos… No hablaba con nadie, no miraba a nadie a los ojos, siempre estaba abstraído… Tres meses después de haberse instalado en el hotel, lo echaron a la calle por falta de pago. Ya no le quedaba un maldito peso. Entonces durante el día siguió matándose, pero ahora mendigando sobras de vino a otros harapientos que andaban de paso por la Frontera, comiendo restos de restos regalados, y fumando colillas de cigarrillos juntadas de la vereda. A la noche dormía bajo el techo de la entrada de la Unidad Básica peronista que estaba al lado de lo del chino Lee. Ahora la cama era un montón de cartones húmedos y las sábanas trapos encontrados; las ropas eran telas putrefactas y el rostro parecía un hinchado grano rojizo sin expresión ni deseos…, se moría… Al quinto mes desde su llegada a la Frontera, Moncho era una masa de carne latiendo, nada más. Todas las noches algún malandrín le robaba las bagatelas que había encontrado durante el día, le pegaban y varias veces hasta lo mearon encima, sólo por el hecho de divertirse. Poco antes de morir se hizo amigo de un perro negro que lo acompañaría hasta el final. Moncho era ya un ente deshecho, infectado, lastimado, sucio, deformado, meado, cagado, olvidado… nunca consiguió un mínimo gesto de solidaridad por parte de nadie, excepto un vecino que a veces le regalaba algún cartón de vino berreta, y yo, que de vez en cuando le compraba un atado de cigarros y al menos lo saludaba amablemente… Lee fue el que se percató de que Moncho había muerto o al menos agonizaba, y el que llamó a la ambulancia, una noche de verano. La policía vino, tomó nota y luego dos enfermeros lo cargaron despectivamente en la ambulancia. Minutos después salieron hacia el oeste; y el perro negro se quedó inmóvil en la vereda viendo alejarse a su dueño; juraría que llorando…
Así fue la vida de Moncho en la Frontera, triste y definitiva, como casi todas, cada cual a su manera... Hoy, ahora, lo evoco y lo recuerdo apenadamente, porque desde el primer día que lo vi descubrí en el fondo de sus ojos a un tipo bonachón completamente debilitado que no daba más… Por eso hoy, al igual que te perro, entrego una lágrima en tu honor, Moncho, porque te vi morir olvidado en la Frontera, esa franja de mundo a la que hasta las ratas le habían escapado…

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