jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la Muerte CAPITULO 6

El verano estaba más presente que nunca, los rayos de sol deformaban las imágenes y una camiseta hubiera sido un abrigo desmesurado, por lo que Ricciotti con el mameluco tanguero parecía un suicida, además de resultar ridículo y desubicado. Estaba ansioso, los últimos minutos con la muerte le habían parecido un gran paso adelante en su plan de volver a Pichuco a la vida, aunque en el fondo sabía que era absurdo e imposible. Pero no importaba, al menos, pensó, mantenía la cabeza ocupada hasta que le llegara su hora. Lo que más le preocupaba ahora era morirse sin escuchar tocar el fueye a Troilo. Su propia muerte, sus remembranzas, sus penas, estaban en segundo plano. Camino al bar le preguntó a Oberlus si había visto a Marcelino, y este le respondió que bien temprano a la mañana había visto al perro, Camilo, solo, husmeando por el barrio, pero que del pibe ni noticias. “Algo pasa”, se dijo Torcuato. De repente, pocos metros antes de llegar al bar, sintió como que su cabeza se saturaba. El corazón comenzó a batirse enérgicamente y el cuerpo a levantar temperatura. Imágenes y sensaciones de todo tipo se arremolinaron en su cabeza pidiendo atención. Le bajó la presión y sintió una sensación de muerte. Tuvo que apoyarse contra una pared y pedirle a Oberlus que lo ayudara. Dobló el torso hacia delante, con la espalda apoyada en la pared, hasta quedar en forma de ele invertida, y Oberlus lo agarró de la nuca para resistir la fuerza que hacía Torcuato hacia arriba: una técnica para subir la presión. Luego con el dedo índice se hizo presión en la zona del bigote, entre la nariz y el labio superior: otro método con el mismo fin que el anterior que le había enseñado la madre de Marcelino, Amanda, una tarde lejana en la que Torcuato se había visto zozobrado por el mismo síntoma en su presencia y la de su hijo.
Llegó al bar y ubicó a Pino con la vista. El genial guitarrista estaba sentado en un rincón, como escondido, tomando una tercer ginebra, pálido, desarticulado, jugando nerviosamente con carozos de aceitunas y pieles de salamín.
Oberlus se invitó a la mesa pero Torcuato le pidió que lo dejara hablar a solas con su amigo. Pidió un Cinzano y se sentó frente a Pinino, que todavía no había abierto la boca y tenía la mirada perdida en el miedo.
-¿Ahora me creés, Pino? -le preguntó Torcuato, manteniendo la voz baja para que no se enterara nadie, con ojos penetrantes.
- Tano -pudo responder Pino, gesticulando con todo el cuerpo-…, estoy cagado hasta las patas.
- Tranquilo, Pino. Pichuco es inofensivo.
- Me importa una mierda Pichuco o quién quiera que sea ese fantasma. Lo que yo no quiero es que te me vayas vos, tano…, eso me importa…., vos, mi amigo.
Torcuato apucheró la boca y sintió un cosquilleo en el pecho que exigía alguna lágrima. Y no lloró porque justo llegó el mozo con el aperitivo y contuvo la emoción.
-… Pero es así, Pino -dijo al fin cuando el mozo se fue-. Qué le voy a hacer... Me lo dijo la muerte… El lunes.
-Pero ¿no hay opción? ¿Es así y punto?. Yo te veo bien, tano, ¿por qué te tenés que morir ahora, carajo? -había levantado la voz, pero enseguida se serenó y añadió-: No sé que es todo esto, tanito. Lo único que sé es que cuando vi la cucharita levantarse sola casi me desmayo… Te creo, tano, no me queda otra, pero comprendé que me resulte difícil.
- A mi también me resulta difícil, pero es así, Pino. Pichuco está ahí, en mi cuarto, lo veo, es innegable. Y le creo que sea la muerte…, y estoy seguro que el lunes me muero…, es así. Lo siento.
-¿Tan tranquilo lo decís?
- Qué querés que haga, Pino -ahora la voz Torcuato era el colmo de la desesperanza y la resignación. Hizo una breve pausa y añadió, manteniendo la cadencia-:… Estoy hecho mierda, pero trato de mantenerme entero. Lo único que me interesa es que Troilo me toque algún tanguito antes del lunes y que el corazón se me pare sin darme cuenta.
- ¿No te tocó ni un tango?
- Dice que no puede, qué sé yo por qué.
- Tano, a mi todo esto me parece una auténtico disparate -dijo Pino mientras le hacía una seña al mozo para que le trajera otra ginebra.
- Es un disparate, Pino, ya lo sé. Pero no puedo hacer nada. Vos viste la cucharita, Pino…Está ahí…, Pichuco está ahí, en mi habitación
- …Sí, casi me muero, la verdad -dijo Pino, con la voz que usan las personas que acaban de ser testigos de algo racionalmente inconcebible.
-Me gustaría que Pichuco sea más sensible, más humano. Así, como Muerte, parece un tipo desabrido que está disfrazado de Troilo. Por eso me propuse volverlo a la vida, o al menos a que sienta algo, sino se me hace difícil.
- No lo puedo creer, tano, me estoy volviendo loco con todo lo que me estás contando.
- Y yo. Pero ahora estoy un poco mejor. Loco pero mejor.. Recién, antes de venir, le pregunté al gordo si había encontrado a Zita allá arriba y se le escapó un lagrimón. Me parece que le toqué el cuore.
La imagen de los dos amigos sentados, vestidos de esa ataviada manera tanguera, bebiendo y fumando compulsivamente en un bolichón sombrío del barrio San Telmo, sufriendo el veneno de decenas de víboras de sol que invadían el antro por la ventana, hablando sobre la muerte, parecía un cuadro de un pintor maldito.
-Mirá, tano -dijo Pino con voz queda- A mi lo que me interesa es que Pichuco se vaya a la mierda y vos te quedes acá con nosotros.
-Eso es imposible, Pino…, lo siento.
- ¿De verdad, gordo…, es imposible? -ahora la voz de Pinino estaba encharcada de pena.
- Sí, Pino…, de verdad. Aprovechemos estos días que nos quedan juntos.
- No puedo verte así, tan indiferente.
- Es una coraza, hermano…, nada más.
- Siempre vas a ser mi hermano, tanito.
Y ahora si que les fue imposible evitarlo. Se levantaron los dos, se abrazaron apretadamente y se quedaron así durante varios segundos, sin velar lágrimas y alentándose con palabras fraternales. Los parroquianos del bar observaban atónitos la escena, algunos hasta emocionados. Oberlus estaba acodado en un extremo de la barra, atiborrándose de alcohol, con los ojos y los oídos en alerta para enterarse de los pormenores de aquél conmovedor abrazo. El Chato los miraba con compasión al tiempo que pasaba una franela a una botella de Gancia.
- Vámonos, tano, parecemos dos boludos -dijo Pinino cuando se sintió observado.
- Sí, vamos a laburar, que la tarde está linda. No me quiero deprimir -dijo Torcuato con ánimo incierto, y agregó-:… Ah, me olvidaba. De esto no se tiene que enterar nadie.
- Quedate tranquilo, tano. Soy una tumba.
Salieron del bar y Torcuato vio a Troilo apoyado contra el capó de un taxi, con la capucha escondiendo su rostro, con actitud de estar esperando. Su cabeza colgaba muerta enzarzada en pensamientos. Sin darse cuenta, movía la guadaña de un lado a otro y asesinaba sin piedad a una comunidad de hormigas que marchaban a sus pies transportando restos de un grillo, evidentemente espantadas por la catástrofe que significaba para ellas un estúpido movimiento del Hombre. Torcuato no le dijo nada a Pino e ignoró completamente a Pichuco, que los siguió a diez metros hasta que llegaron a la pensión. Ya adentro de la habitación, Troilo se quitó la capucha y miró a Ricciotti en busca de una palabra, pero este continuaba ignorándolo y tarareaba la melodía de El Apache Argentino.
-… Ricciotti -dijo al fin la Muerte.
- … Ah, Pichuco ¿Cómo anda? -respondió Torcuato como si recién se hubiera percatado de su presencia, sobreactuando la actitud.
- No me tome el pelo, por favor.
- No sé de qué me habla.
Torcuato daba vueltas por la habitación, preparando las cosas para ir a trabajar.
-Hoy me nombró a Zita.
- …? -expresó frunciendo el entrecejos. Después continuó-. ¡Ah!, sí, ahora me acuerdo… Le preguntaba si la había encontrado allá arriba -señalando con el mentón hacia el techo.
-Dígame… ¿Zita se murió?
-¿Me está preguntando en serio?
-Sí.
-Hace como diez años.
-¿Está seguro?
-Completamente.
El rostro de la Muerte se desfiguró y el cuerpo se hizo como de gelatina. Se sentó en la silla, cerró los ojos y masculló con voz mustia palabras sin destino:
- … Mi negra… ¿dónde estás?
Pedazos de sol se infiltraban por la ventana y penetraban en Pichuco sin proyectar sombra. El cuerpo de la Muerte era diáfano y Torcuato alcanzaba a divisar el mate más allá de la zona de su corazón. Por primera Torcuato percibía un gesto de humanidad en la Muerte, los escasos anteriores siempre llevaban el velo de una mirada de hielo y ausencia. Por un momento se sintió cruel por haber dado un golpe bajo a Pichuco al preguntarle sobre Zita. Era claro que Pichuco no estaba enterado que su mujer había muerto y por eso aceptaba como lógico el no haberla encontrado en el cielo. Pero ahora sabía que existía un amargo desencuentro y eso parecía tenerlo atormentado. Se acercó a Pichuco y quiso acariciarle la cabeza pero la mano pasó de largo por entre su cuerpo de aire. Lo alentó con palabras suaves y le dijo que lamentaba el desencuentro con su amor. Después le prometió que cuando él estuviera arriba lo ayudaría a buscarla. Se sentía ridículo tratando de levantarle el ánimo a Troilo, cuando era él en realidad el que tenía derecho a estar abatido. Sin embargo no, ahora veía en Troilo a un niño triste e indefenso y sentía la obligación de mostrar entereza ante un compañero más débil.
-Me voy a trabajar, Pichuco…No se desanime -le dijo al fin y se dispuso a marcharse.
Salió de la habitación. Pichuco se quedó adentro, al parecer sin fuerzas para ponerse de pie. Durante el trayecto a Caminito, Torcuato puso al tanto de todo lo sucedido a Pinino. Este iba nervioso, transpirando, horrorizado por los sucesos de las últimas horas. Sus pensamientos se amuchaban sin reposo. Lo que más le pesaba era el saber que ese ser tan querido que ahora iba a su lado dejaría de existir en pocos días; la fantasía de Troilo la aceptaba, sí, pero la dejaba para analizarla en otro momento. Cada tanto se encontraba urdiendo en su cabeza algún plan para eliminar a Troilo y salvar al tano, pero enseguida se topaba con la locura y la impotencia. Hasta que llegaron a Caminito y estuvieron listos para tocar, de su boca no salieron más que monosílabos nerviosos.
Parecía que todos los turistas del mundo estuvieran en Caminito. Todo era una fiesta de colores para ellos. Billetes y monedas caían a montones al estuche del bandoneón. Ese día la música sonó más melosa, los fraseos del fueye fueron alargados, vibrados, más libres que nunca, y las cuerdas de la guitarra sonaron notas perfectas, blandas, abiertas, hijas de enajenamientos. Ese día se notó más que nunca la irremediable vejez de los músicos: sus ojos perdidos, las arrugas, los músculos cansados, las espaldas buscando la tierra hacia delante. Durante las tres horas que duró la actuación callejera sólo hicieron un descanso de diez minutos en el que Pinino se quebró en lágrimas apoyado en el pecho de Torcuato, que lo alentaba con palabras encontradas en la impotencia, apoyado contra la baranda que da al río marrón ya sin plata, y ante la mirada apenada de una turista alemana claramente conmovida por la imagen de esos dos fantasmas estrechados en un abrazo hondo. Más allá, una tribu de niños descalzos pescaba desde el techo de un barco oxidado hundido hasta la cabina de mando.
A las cinco de la tarde, como siempre, dieron por terminada la jornada laboral. Comieron ravioles en un restaurante italiano atendido por un chileno y repartieron el ampuloso botín del día sin manifestar contento alguno, enfrascados en locuras individuales que nada tenían que ver con lo material. Sin comer el postre que estaba incluido en el menú, se fueron.
Pichuco esperaba sentado en el cordón de la vereda, al lado del Citroen. Torcuato se lo hizo saber a Pino y éste le pidió que le indicara el lugar preciso donde estaba ubicado Pichuco. Torcuato puso la mano a la altura de la cabeza de la Muerte y le dijo.
-Acá está.
Y Pino, enfermo de rabia, se lanzó como un tigre hambriento sobre el invisible Troilo y fue a caer despatarrado sobre el piso. Lleno de lágrimas, dolor, raspaduras y sangre que brotaba de un ojo y de los labios, propinó a Troilo un sartal de insultos inocherentes; le decía que dejara a su amigo en paz, que qué se creía él para venir a llevárselo sin más. La gente que pasaba miraba la escena estupefacta. Torcuato ayudaba a su amigo a levantarse al tiempo que invitaba a la gente que se detenía para curiosear a que siguiera camino, que no pasaba nada. Pichuco observaba todo sin mover un músculo, fundida su invisibilidad en el cuerpo machucado de Pinino, que ahora denunciaba la presencia excesiva de la ponzoña de las ginebras de hacía un rato. Finalmente, después de respiraciones abdominales profundas, Pino calmó su ánimo. Subieron al coche y salieron, no sin que antes Torcuato oteara el paisaje que lo rodeaba con ojos de coda, como si estuviera despidiéndose para siempre de aquel paisaje particular, pidiendo a gritos el pincel de Quinquela.


No hay comentarios: