jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la muerte CAPITULO 3

Martes. Segundo día.


Cuando Torcuato volvió en sí la radio vomitaba el tango El pollo Ricardo interpretado maravillosamente por la orquesta de Leopoldo Federico. Porque en la pensión Galicia, de lunes a lunes, desde las ocho de la mañana hasta que el último que se iba a dormir -generalmente nunca antes de las cuatro de la mañana-, apagara la radio, se escuchaba tango, como si tan hermosa música formara parte de la naturaleza del aire que se respiraba. Inclusive el gallego José no podía ya prescindir de los encantos de las melodías de Buenos Aires, y cuando alguno de sus inquilinos se despertaba más tarde de lo habitual era él quien se encargaba de musicalizar la atmósfera: siempre tango, cualquier otra música ni siquiera era considerada con respeto, excepto el folklore, aunque únicamente cuando era interpretado por Alfredo Abalos. Una vez al gallego se le ocurrió poner -flameando trapo ibérico- un impune disco de tango de Julio Iglesias, pero tuvo que desistir antes de que acabara el primer tema debido a que los cuatro habitantes de la pensión se revelaron de inmediato y al unísono con agravios groseros; incluso Cornelio, con su aparente eterno mal humor, lo amenazó con prenderle fuego la pensión con él incluido adentro sino quitaba ese mamarracho de disco urgentemente
Los cuatro amigos, José, y todo el sartal de personajes novelescos que merodeaban alrededor, eran el tango en su máxima expresión, al menos en estos tiempos tan desmembrados de identidad en que les tocaba vivir. Ellos eran la resistencia, los que en un futuro la historia denominaría “Tangueros tardíos. Mientras el resto del mundo gastaba sus horas enclavados en superficialidades y preocupados por los avatares de la vida de la farándula televisiva y las flatulencias parlamentarias que lanzaban o dejaban de lanzar sus gobernantes, estos cuatro militantes del pasado todavía gimoteaban al escuchar un tanguito y pugnaban por rescatar los valores con los que habían sido forjados, que ciertamente no eran envidiables.
Despabilado completamente, Ricciotti se sorprendió al encontrarse acostado en la cama, ya que lo último que recordaba era haberse caído despatarrado cuando la muerte se había quitado la capucha. ¿Había sido un sueño, o la Parca era el mismísimo Troilo? No, no había sido un sueño, y lo comprobó al otear su morada y ver a Pichuco sentado en la silla hojeando el único libro que tenía Torcuato: “El ojo de la patria”, de Osvaldo Soriano. Se quedó observándolo un rato largo: triste, solitario y final. Es sabido que en el mundo de los muertos se conserva la última imagen que se tuvo en vida, por lo que la figura de Troilo no era del todo saludable: una inmensa papada parecía desprenderse de su rostro como si fuera una bestia con vida propia que batallase por alcanzar la tierra; los ojos miraban con melancolía hacia ninguna parte y el color de su piel era de un blanco, nunca mejor dicho, cadavérico. Pese a parecer estar resignado a tamaña fantasía, Torcuato se propinó un par de sopapos por si acaso estuviera delirando; pero no había nada que hacer.
Para contrarrestar el miedo, decidió actuar con ficticia frialdad e indiferencia hacia Troilo. Así que se levantó como si nada novedoso ocurriese en su vida y lo saludó con amabilidad, “Buen día”, y se metió en el baño. Troilo devolvió el saludo con un gesto ambiguo y siguió sumergido en el libro. El espejo del baño le mostró a Torcuato su imagen lastimosa y algunas lágrimas incontenibles que reptaban sobre su arrugada piel ganadas por la fuerza de la gravedad; que en yunta con la solemne cicatriz que atravesaba su pecho conformaban un retrato vencido. La muerte estaba ahí afuera y ahora sólo le quedaba entregársele con dignidad y entereza, por más difícil que resultase la empresa. Terminó de acicalarse, respiró hondamente varias veces, y salió del baño con una leve sonrisa mentirosa y apesadumbrada. Puso el agua para el mate y miró la hora: las ocho y media. Hacía décadas que no levantaba tan temprano. Será, se dijo, que ya no hay horas que perder. Mientras ponía la yerba en el mate y esperaba que el agua estuviera a punto, fue por un instante conciente de los sonidos del mundo: el eterno tango, el silbido de afinación desvergonzada de Cornelio sobre cada melodía y su martillo y sus zapatos, y todo el enjambre de canciones de hierro y carne que provenían de afuera.
Luego se sentó frente a Pichuco y, siempre en voz baja para que nadie creyera que estaba hablando solo, le ofreció un mate.
-No, gracias -respondió la eminencia- Yo no bebo, ni como, ni duermo, ni nada. Soy su muerte.
Y no dijo más nada. La parca y la guadaña le conferían cierta ridiculez.
Al cabo de muchos minutos que parecieron siglos, Torcuato abrió la boca:
-¿Y piensa estar sentado ahí sin dirigirme la palabra?
-No vine a dirigirle la palabra, vine a esperar a que llegue su hora.
-Y por qué una semana antes, si se puede saber -muy nervioso Torcuato ahora, con un dejo de tartamudeo.
-Para que no lo agarre de sorpresa -la voz de Pichuco no tenía alma.
-¿Y me va a seguir a todas partes?
-Sí, y tómeselo con calma porque es inevitable -ahora la voz de Troilo resultó macabra.
-¡Explíqueme cómo carajo hago para tomármelo con calma sabiendo que me voy a morir en una semana -golpeó la mesa con el puño y miró con firmeza a la Muerte, que mostraba una impasibilidad de hielo. Luego su ánimo se quebró, y continuó-: Discúlpeme que le hable así…, estoy desesperado…, y siento mucha emoción al verlo a usted… ¡Pichuco querido!
-No se emocione tanto, Torcuato, no vale la pena. Yo ya no siento nada y no soy más que una sombra de la sombra de mi sombra.
Torcuato no pudo agregar palabras. Se sentó pesadamente, apoyó los codos en la mesa y descansó su cabeza sobre las palmas de la mano durante un buen rato. Luego hubo cruzamientos de miradas cómplices a las que no sucedieron palabras. Pichuco volvió al libro y Torcuato tomó varios mates abstraído completamente. De pronto, por la radio se escuchó un bandoneón inconfundible, el de Troilo, y Torcuato miró a la Muerte en busca de algún gesto, pero esta ni se mosqueó.
-¿Oye? -preguntó Torcuato llevándose el dedo índice al oído. Siempre hablando a bajo volumen.
-¿El qué? -preguntó la Parca
-La música… Ese es usted; un tango suyo, Milonguero Triste…, una joya.
-¿Y qué quiere que le haga?
-…
Ricciotti sintió como su corazón comenzaba a temblar. Le era difícil aceptar que el hombre que estaba frente suyo fuera Pichuco y que resultase ser un ser tan frío al que nada parecía quitarle un gesto, cuando todo el mundo que lo había conocido decía que el Gordo Troilo había sido uno de los personajes más sensibles, entrañables y simpáticos del mundo, al que todos adoraban. Sin embargo sí, esa aparente tumba sentada enfrente era él, el gordo, no cabían dudas…, y estaba ahí, inmutable y parco, al alcance de su mano, leyendo un libro que poco tenía de frialdad, acompañándolo en sus horas últimas.
Estaba confundido y aterrado. No sabía qué decir. Si tenía que aceptar esta muerte -pensó- la aceptaría, pero al menos que fuera al lado del Pichuco que imaginó siempre.
-¿Qué le parece el libro? -le preguntó por preguntar después de un rato.
-Me hubiera gustado leerlo cuando estaba vivo -fue la respuesta seca e inmediata de la Parca.
No dijeron más nada y cada uno siguió con lo suyo. Al rato apareció Pinino sin pedir permiso y Torcuato se puso muy nervioso.
-¿Cómo andás, tanito? ¿Mejor? -preguntó con ánimo rozagante. Estaba vestido emperifolladamente y su cara lucía una afeitada puntillosa. Por un momento un fuerte aroma de perfume francés fabricado en Paraguay invadió el aire.
-Sí…, sí…, estoy bien -respondió y miró alternadamente a Troilo y a su amigo un par de veces y enseguida corroboró otra vez que era él el único que veía a la Parca, el único que iba a morir pronto.
-¿Qué te pasa que mirás para todos lados?
-¿No ves nada vos? ¿No notás como una energía en el aire?
Pinino lo miró como si se estuviera volviendo loco y dejó ver en su rostro un gesto de real preocupación.
-¿De qué carajo me estás hablando, tano?
-Nada…, nada…, dejá.
-Tano, desde ayer que te noto raro, no me vengas con giladas. Esta tarde vamos a laburar sí o sí. La ciudad está llena de gringos y están soltando vento.
Torcuato sacó la billetera del bolsillo y comprobó su vacío, así que no le quedó otra.
-Bueno, vamos…, no me queda otra, estoy seco.
-¿Qué te pasa, tano? Estás hecho una caquita.
-Después te cuento, Pino… Es de no creer. Pero no te preocupes. ¿A qué hora vamos?
-A la una, ¿te parece? Pero cambiáme el ánimo, por favor. A ver si hacemos algún mango para comprarle algo a Victorio, que el jueves es el cumpleaños.
-Me había olvidado completamente.
-Contáme qué te pasa, no me dejes con la intriga.
-No pasa nada, Pino, andá tranquilo.
-No te creo, pero bueno, vos sabrás… A las doce y media te paso a buscar, ahora me voy a visitar al pibe…Ah! otra cosa, me olvidaba: ¿Podemos festejar el cumpleaños de Trucho acá? No vamos a ser más de diez; estoy organizando una fiestita sorpresa.
-Para qué me preguntás si sabés que te voy a decir que sí.
-Te quiero, tano…Nos vemos después.
Le dio un beso en la frente y se fue a visitar al pibe, que no era otra cosa que un hermoso potrillo -de nombre Rocinante- que había comprado hacía poco y que según él prometía victorias en las pistas de Palermo y San Isidro. Torcuato cerró la puerta y se quedó cavilando un rato con la mano en el picaporte y la frente apoyada en el marco. Luego se dio vuelta y de refilón observó su sombra en el suelo, y por su forma supo por enésima vez que estaba en la recta final de ese sendero maravilloso y rocoso que es la vida. Cambiando súbitamente el ánimo y de carácter, apoyó sus manos en las caderas, miró a la Parca como se mira a alguien con quien pareciera imposible entablar una conversación que rayase con la coherencia, fue hasta el placard, sacó el bandoneón y se lo puso al lado como invitándolo a tocar.
-Me imagino que no se habrá olvidado de tocar el fueye -le dijo socarronamente.
La Muerte se quedó un rato largo observando el instrumento, sin cambiar en lo más mínimo la actitud sosegada y gélida que mantenía desde hacía una hora, y volviendo la mirada a Torcuato con una total ausencia de emoción, le respondió.
- Guárdelo…, Torcuato…, guárdelo…
-Tóquese algo, Pichuco, por favor. Al menos si me va a llevar para arriba cúmplame el sueño de mi vida.
La Parca tardó en responder, pero lo hizo:
-¿Qué sueño?
-Hace mucho hice una promesa que no me moriría sin escucharlo, y cuando llegué a Buenos Aires para cumplir ese sueño fue demasiado tarde…, usted se había muerto.
-Sí, y continúo muerto, Torcuato. Y que yo sepa, los muertos no tocan el bandoneón -Pichuco continuaba con su voz carente de inflexiones.
-Usted sí puede, Pichuco -ahora Ricciotti parecía un niño pidiéndole un chupetín a su padre, olvidado de su drama- …, usted lo inventó, gordo…Toque Sobre el Pucho…, por favor.
-…Guarde el fueye, Torcuato… No se desanime.
Torcuato dejó de insistir y sí que se desanimó. Luego, sin querer rozó el brazo de Pichuco y se sobresaltó al comprobar que no estaba desmaterializado.
-¿Pero cómo…, no era que usted estaba…
-Sólo cuando yo quiero, Torcuato -interrumpió el adalid del bandoneón y no agregó nada.
Entonces Torcuato le pidió permiso con un gesto, lo abrazó, y se quedó durante un tiempo inmenso acariciándole la cabeza apoyada en su pecho, agradeciéndole por el simple hecho de ser o haber sido Troilo, el más grande de todos. Pronto de sus ojos brotaron lágrimas que fueron el preámbulo de un lloro aniñado y abatido. Troilo miraba hacia el horizonte con ojos vacíos, impávido, con la guadaña apoyada en el suelo, quizás sintiendo las lágrimas de Torcuato humedecer su cabeza.
Finalmente, con la hilacha de voz que le quedaba, Torcuato masculló:
-No me quiero morir, gordo.
Entonces Troilo lastimó al fin su lúgubre frialdad: levantó la mano y le palmeó cálidamente el hombro al tiempo que decía:
-Lo siento…, lo siento mucho…, Ricciotti.



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