jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la Muerte CAPTITULO 1

Lunes, primer día


Garuaba tristonamente cuando Torcuato Ricciotti entreabrió los ojos al tiempo que cerraba el telón del sueño en donde había asistido a su propio entierro. Resopló esforzadamente y el único pulmón que le quedaba emitió un silbido mediocre. “Otra vez la muerte”, pensó, y lanzó un insulto resignado dirigido a la vida misma. Como todos los días al despertar, recordó las palabras con las que tan fríamente se había despedido, hacía ya diez años, el doctor Zaporiti -el que le extirpara el pulmón izquierdo- en la última cita: “Ricciotti, o deja el cigarrillo o el cigarrillo lo deja a usted”. Y sí que era cierto que se estaban cumpliendo los barruntos del doctor… Haciendo caso omiso de un atisbo de conciencia que tuvo por un instante, prendió un cigarrillo antes siquiera de apearse de la cama, y mientras lo fumaba escrutó a través de la única e insignificante ventana de su hogar el plomizo color del cielo en compañía del sonido pétreo, un lunes al mediodía, de una ciudad tan magna como Buenos Aires. Cuando las brasas ya quemaban filtro apagó el cigarro en una lata de paté vacía que yacía en la mesa de luz y que hacía las veces de cenicero; luego se sentó en la cama y, sin haber contemplado aun la oquedad de su morada, inclinó la cabeza hacia abajo y así permaneció un largo rato, mirando el suelo mientras se acariciaba mansa y cavilosamente la cabeza -abundante en calvicie-, como si intentara extraer de esta un último mensaje claro. Entonces supo con certeza que ya danzaba en el umbral de la muerte. Así y todo, se alentó con esperanzas chiquitas y se dispuso a seguir viviendo con dignidad. Encendió otro cigarro y luego de batallar valientemente contra su pantagruélico y contrahecho cuerpo logró ponerse penosamente de pie. Y puso la pava al fuego para celebrar tal vez el más glorioso momento de la existencia criolla: el primer mate del día. Antes de entregarse a tan bella ceremonia, mientras el agua se calentaba a fuego lento, se dedicó a sus abluciones. Después se entregó al grotesco. Los pocos y canos pelos que todavía sobrevivían en al cabeza de Torcuato predominaban en el flanco izquierdo, donde voluntariamente se había dejado crecer una melena económica y risible, la que tenía el tupé de peinar con estoicismo femíneo, estirar, levantar, pasar por sobre la cabeza y pegar con gomina detrás de la oreja derecha con la intensión vana de poblar una cabeza ya irremediablemente infértil. Ricciotti formaba parte de esa masa de hombres que no se resignan a aceptarse pelados, y llegan a las 70 años, como él ahora, y malgastan la poca vida que les queda en esfuerzos sobrehumanos para disimular el desplume, consiguiendo casi siempre resultados catastróficos lindantes con el ridículo.
Todavía en calzoncillo, se tomó el primer mate y de inmediato sintió que su cuerpo se lo agradecía. Recién entonces consultó la hora: la una de la tarde. Se acercó hasta la ventanita -que daba a la calle- y le hizo una seña a Marcelino, el pibe que cuidaba coches y abría puertas de taxis, para que subiera a su habitación. En menos de diez segundos Marcelino estaba adentro del cuarto junto a su inseparable compañero Camilo, un perro de morondanga de tamaño mediano y color indefinible.
-Una docena de medialunas de grasa y dos paquetes de puchos -le encargó Ricciotti…, y agregó-: de paso dejále algunas medialunas a tu vieja
Y el pibe salió corriendo a la panadería de la esquina. Marcelino era un niño de ocho años, amigo de Ricciotti, a quien le hacía los mandados al precio de un peso por cada uno, cifra que Torcuato pagaba con mucho cariño y casi siempre con alguna generosa propina; y su madre y único familiar era una señora desmejorada que peleaba la vida vendiendo especias y chucherías en un puesto de vereda de la avenida Independencia.
Torcuato encendió el tercer cigarro del día, oteó a conciencia su pequeña morada y de sus ojos surgió una humedad nacida de una caravana tupida de recuerdos que atravesó su mente en un segundo. Cada vez que se hacía la idea que moriría en esa covacha terminaba sumido en una profunda impotencia que casi siempre devenía en tristeza. El antro en cuestión era una pequeña habitación perteneciente a la pensión “Galicia”, una casona vieja ubicada en la calle Perú, en pleno corazón del barrio San Telmo, y que regentaba José, un gallego que parecía recién desembarcado: un viejo arisco y malhumorado. La pensión contaba con apenas cuatro habitaciones y la de Torcuato era la más grande, lo cual no era tan alentador: seis metros por cinco y una ventanita por donde contemplar el mundo cuya cortina era una franela mugrienta. Adentro no había mucho: una cama de hierro que sostenía un colchón consumido, una cocina de dos hornallas, una parrigas, un par de ollas, algunos platos, vasos y cubiertos de distinto juego, una sartén, un televisor, una heladera enana y estruendosa, un ventilador poco eficaz, un vencido placard pequeño de madera terciada, y en el centro del ambiente una mesa enclenque y dos sillas desiguales. Eso sí, tenía baño privado, si a ese chiribitil se le podía llamar baño: un lavatorio de plástico, un inodoro putrefacto, una ducha eléctrica, fragmentos de jabón añejo desparramados por todas partes y pegados en los azulejos. Decenas de sachés de champú invadían el suelo. El ambiente principal -y único a excepción del chiribitil- estaba iluminado por un foco triste empañado de polvo que colgaba de un largo cable en cuya conjunción con el techo vivían placidamente algunas arañas. Las paredes estaban pintadas de un blanco ya muerto. En definitiva, había pobreza… Pronto harían diez años que vivía ahí.
Al ratito llegó Marcelino de la calle.
-¿Comiste algo? -le preguntó Torcuato.
-No -respondió el infante.
-Pasá, tomate un café con leche.
A Marcelino se le dibujó una amplia sonrisa en el rostro, le ordenó al perro que lo esperase en la puerta y corrió ansiosamente a acomodarse en la mesa: su pequeña figura destilaba una oronda pobreza… Bebió el café ávidamente y se comió tres de las medialunas mientras Torcuato lo observaba y cada tanto le acariciaba la cabeza.
-Tóquese algo, Torcuato -le pidió el pibe.
-Después, ahora estoy cansado, recién me levanto -se excusó Ricciotti.
-Déle, por favor -insistió el mocoso.
-Bueno, está bien…, pero sólo uno nomás.
Torcuato fue con paso cansino hasta el placard y de este sacó un hermoso bandoneón, un Premier senil. Se acomodó en la silla, colocó el instrumento sobre su pierna derecha y tocó, de manera más que respetuosa, el lindo tango “Milonguero Viejo”, ante la mirada maravillada de Marcelino, que no creía que esa caja insípida y plagada de botones pudiera escupir tan bellos sonidos. Una vez diluida la última nota, se escuchó una voz que provenía de la habitación contigua: “Lindo, tano…, lindo…, cada día pifiás más pero llegás más al cuore”. Era la gola de Pinino Cárdenas, su mejor amigo y un guitarrista excelso con el que trabajaba desde hacía más de treinta años… Antes de marcharse, Marcelino le recordó que alguna vez le había prometido que le enseñaría a tocar el fueye y que todavía estaba esperando ese momento.
-Cualquier día de estos empezamos -le prometió Torcuato, y antes de que el pibe se marchara, agregó-: Pasá a la tardecita que te preparo algo de morfar.
Marcelino se volvió y abrazó a Ricciotti con amor, como si fuera este el único ser que se ocupaba de él, y muy errado no estaba.
Ni bien Marcelino dejó el cuarto, Torcuato experimentó nuevamente una sensación extraña en su cuerpo, como si sus órganos pugnasen por tomarse un descanso eterno.
Algo deprimido, se echó en la cama.





La pensión Galicia era una casa antigua de dos pisos, de techos altos y paredes húmedas. En la planta baja había un enorme y cochambroso garaje repleto de cosas inservibles y un Citroen 2CV maltrecho que pertenecía a Pinino. Al fondo del garaje, en un cuartucho infestado de abandono, vivía el gallego José, solo…, solísimo. En la planta alta estaban las cuatro habitaciones que conformaban la pensión: en la número uno vivía Cornelio Barrenechea, un vasco sesentón retobado que rara vez sonreía pero tenía un corazón inmenso. Era un zapatero de lujo y sus clientes eran en su mayoría cantantes y bailarines de tango. Ganaba mucho dinero con su artístico oficio pero la mayoría del mismo iba a parar al hipódromo, a la milonga y al salvataje de amigos en apuros. Su habitación olía a cuero y pegamento y a nada más. En la habitación dos moraba Pinino, otro setentón, portador de una impecable peluquín, un extraordinario guitarrista que no quedaría en la historia del tango debido a su afición a la desprolijidad. En la tres vivía Torcuato y en la cuatro malvivía Victorio Di Giovanni, un octogenario que juraba ser pariente del mítico anarquista Severino Di Giovanni: un ácrata áspero cuyas ansias de libertad lo habían llevado a la poesía, al amor y al fin a la muerte. Victorio levantaba quiniela clandestina desde hacía varias décadas y por eso, por ser su trabajo “ilegal”, sus amigos lo llamaban Trucho. Su boca carecía de dentadura pero el resto de su salud era envidiable; también era un ferviente amante de la noche interminable. Los cuatro habitantes de la pensión eran grandes amigos y todas las noches celebraban esa amistad con extensas partidas de truco y vinos de procedencia sospechosa que duraban varias vueltas de aguja pequeña de reloj. Estas veladas nocturnas se celebraban siempre en la habitación de Torcuato, por ser la más grande.
Alrededor de las cuatro de la tarde el cielo se despejó, el sol apareció y pronto el húmedo calor se apoderó de todo. Era verano…Una vez que la lluvia fue un recuerdo lejano, Pinino entró a la habitación de Torcuato y encontró a este tumbado en la cama, fumando un cigarrillo innecesario pero vital.
- ¿Qué hacés, tano?... Vamos a laburar, ché, dale, que paró de llover -exclamó Pinino, algo preocupado por la decrepitud de su amigo.
- No me siento bien hoy, Pino…, andá vos.
- Dale, dejáte de joder, que hoy llegan dos cruceros repletos de gringos.
-Me siento mal…, de verdad…, mal…
-No me preocupes ahora, gordo… Dale, vestíte y vamos que hoy la levantamos con pala.
Pero la negativa de Ricciotti fue contundente, lo que alarmó un poco a Pinino. Para que Torcuato no fuera a trabajar tenía que estar casi muerto. Finalmente dejó de insistir y amagó a quedarse a cuidarlo, pero Ricciotti le pidió que por favor se fuera, que necesitaba estar solo un rato, que estaba todo bien y que no se preocupara. Sin aparente opción, Pinino se fue.
Pinino y Torcuato tocaban juntos desde tiempos inmemorables; y desde hacia diez años tocaban en Caminito, junto al río, en la calle, para el sartal de turistas que acudían cada día en procura de vaca barata y souvenirs de tango. Y esa era su única entrada económica, a la que se sumaba de vez en cuando alguna actuación de poca monta, generalmente en cumpleaños de viejos melancólicos, casamientos y recepciones empresariales.
Los párpados de Torcuato comenzaron a caer y pronto se hundió en un sueño profundo y olvidable, un sueño que tenía que ver con la desazón.

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