jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la Muerte CAPITULO 7

En la pensión los estaba esperando el perro Camilo, tumbado en la puerta con cara lánguida. Al ver a Torcuato comenzó llorar y a mearse de alegría. Antes de entrar Ricciotti dio una vuelta a la manzana preguntando a los vecinos si habían visto a Marcelino. Pero nadie sabía nada. Subió a su habitación, se cambió de ropa, le pidió el auto a Pino y salió en busca de su pequeño amigo. Pichuco iba sentado de copiloto y Camilo atrás, mostrando ansiedad, como si supiera el motivo por el que partían. Cada tanto levantaba las orejas y ladraba en dirección a Troilo como si lo percibiera. En el semáforo de Independencia y Tacuarí, Torcuato preguntó a los pibes que limpiaban parabrisas por Marcelino y no sabían nada. Después fue hasta plaza Constitución donde Marcelino tenía varios amigos, pero tampoco había noticias. Se le fueron todas sus preocupaciones y lo único que le importaba ahora era el pibe. Pichuco, que no había dicho nada hasta el momento, le palmeó la pierna y lo tranquilizó con un “Ya va a aparecer, Ricciotti…, tranquilo”. Torcuato le sonrió y mientras ponía rumbo a la casa de Marcelino, un conventillo de La Boca, comenzó a contarle su relación con el pibe.
Una tarde invernal, inhabitable para la alegría, de cielo llorón y repleta de paraguas, Torcuato vio desde la ventana el semblante de un niño sentado en el cordón de la vereda, acurrucado, con la cabeza metida entre las rodillas, tiritando de frío, indiferente a la lluvia. Bajó a la calle y se acercó al niño. Lo subió a la habitación, lo alimentó, y lo metió en la ducha. Secó la ropa mojada del nene con el fuego de la hornalla y después la planchó en el cuarto de Cornelio, que era el único que tenía plancha. Lo vistió y como el niño permanecía en un silencio inquebrantable, le tocó uno tangos con el bandoneón y eso maceró el miedo del pibe y una leve sonrisa apareció en su rostro. Más tarde lo llevó a su casa. Desde entonces Marcelino iba todos los días a visitar a Torcuato. Y enseguida se hicieron grandes amigos. Para Torcuato el pibe era el hijo que nunca había estado ni lejos de tener, y para el pibe Torcuato era el padre que nunca existió. Torcuato consiguió, por medio de contactos en el barrio, que los que manejaban el negocio de los cuidadores de coches le dejaran a Marcelino cuidar autos en su calle así él lo podía observar desde la ventana y protegerlo. Le compraba ropa, le cocinaba, lo llevaba a pasear, y hasta un día intentó enseñarle a leer pero se sintió incapaz y abandonó la empresa. Entonces le prometió que algún día le enseñaría a tocar el bandoneón. Marcelino tenía entonces apenas cinco años y su historia era una más entre las tantas parecidas. Junto a su madre desparramaban pobreza por el mundo. Madre e hijo deambulaban las calles en busca de algo de dignidad, como podían, y mañana era siempre un futuro muy lejano e incierto. Eran de Catamarca y su historia era de yerros y desesperanzas desde hacía varias generaciones. Vivían en “La casa azul”, un conventillo desvencijado donde malvivían cinco familias pobres sin horizonte. La fachada del conventillo era de chapa y estaba pintada íntegramente de un azul chillón con un tipo de pintura especial para barcos y que antaño los trabajadores del puerto robaban para pintar sus casas. Una pintura indiferente al obstinado trascurrir del tiempo y que se burlaba de los achaques del aire de tierra ya que estaba hecha para soportar la bestia húmeda y salada del mar.
El dueño del conventillo, Castillo, un execrable ex policía, era el hazmerreír del barrio debido a una verdadera tragedia que lo había marcado para siempre, sobre todo en la zona del ano. Una noche, patrullando la calle al servicio de la comunidad, atiborrado de droga y alcohol junto a otros dos, detuvieron a un sospechoso de nada y lo fundieron a garrotazos. La víctima juró venganza y esta llegó casi un año después. Castillo iba caminando tranquilo cuando una camioneta F100 se detuvo a su lado y de ella bajaron cinco tipos con actitud belicosa. Le pegaron dos mamporros en la cabeza sin darle tiempo a una mínima reacción, lo metieron dentro de la camioneta y le vendaron los ojos. En un baldío de Avellaneda lo esperaba su vieja víctima “Tarde o temprano te iba a encontrar, hijo de puta”, escuchó Castillo que le decía, y cuando reconoció su cara se supo perdido. Y “A ver si sos tan macho ahora sin el chumbo, rati de mierda…, cagón” fueron la últimas palabras que escuchó del vengador. Estaba rodeado por no menos de diez tipos muy bien dispuestos a cascotear a un policía federal. Fue una masacre. Al otro día lo encontró un cartonero en Bernal, a orillas de un arrollo podrido, inconciente y bañado en sangre y barro. Dos días después se despabiló en una habitación de hospital y se encontró con que además de la cabeza, el parpado y la pierna, le habían cocido el ano. Había sido sodomizado salvajemente. Se volvió loco y echó espuma por la boca durante una semana, saturado de furia: toda su hombría había sido desollada para siempre. En la policía le dieron la baja y con una indemnización compró el conventillo. Y ahí estaba, lleno de rabia, humillado, sin valor para pegarse un tiro, odiando al mundo. En el barrio de La Boca se lo conocía como “Culo roto”.
Torcuato tocó timbre en la casa azul y no atendió nadie. Después del tercer intento se decidió y entró. Golpeó la puerta en la habitación donde siempre estaba Catillo pero no había nadie. Se adentró en un pasillo largo y llegó al patio central donde había con un grupo de niños jugando al futbol con una pelota de voley reventada alrededor de un aljibe inútil. Un aroma a guiso y ropa vieja invadía el olfato. Se acercó a la habitación de Amanda y Marcelino y enseguida comprobó que no había nadie. Miró por la cerradura y vio un montón de bártulos amontonados en un rincón como si fueran a mudarse. De la habitación contigua salió una vieja gastada y le preguntó qué quería. Ricciotti le dijo lo que andaba buscando, la vieja echó una mirada hacia la entrada para asegurarse de que el ex policía no estuviera, y lo invitó a pasar a su habitación, que olía a papa hervida y orégano.
-A esta gente ya no hay desgracia que le falte -dijo la vieja refiriéndose a Marcelino y Amanda.
-¿Qué pasó? -preguntó Torcuato preocupado y nervioso.
-El lunes a la nochecita al nene le agarró un ataque de estómago y tuvieron que salir corriendo al hospital. Lo operaron de apendicitis de urgencia pero a la noche le seguían los dolores y lo tuvieron que trasladar de urgencia al hospital de niños de La Plata. Se lo llevó la ambulancia…No sabe cómo lloraba ese niño.
Torcuato empalideció y prendió un cigarro en la hornalla donde se cocinaba un puchero.
-¿Por qué están las cosas como para mudarse?
-Es que este Castillo es un hombre sin alma. Ayer era el último día de plazo que tenía la señora Amanda para pagar el alquiler, pero con el percance del nene tuvo gastos inesperados. A Castillo no le importó nada y los echó a la calle. Hoy estuvo Amanda acá y Castillo le dijo que si mañana al mediodía no sacaba las cosas de la habitación las tiraba a la calle.
-¿Tan hijo de puta puede ser? -Torcuato criaba odio y tenía la sensación de que de un momento a otro dejaría de respirar para siempre.
-Ese hombre no vale nada. Todo el día bebiendo, insultando a la gente. No tiene alma. Yo estoy acá porque no tengo dónde ir, pero el día que me pueda ir ese canalla se va a enterar.
- ¿Pero por qué tanta mala leche con Amanda y el pibe?
- Qué quiere que le diga… Me parece que Castillo quiso los favores carnales de doña Amanda y esta se negó, usted me entiende.
Torcuato estaba inquieto, sudaba a chorros y no sabía qué hacer. Fue hasta el cuarto de Castillo y golpeó la puerta casi hasta tirarla abajo. Un par de viejas lo tranquilizaron y le dieron un vaso de agua. Y salió a la calle. Arriba del capó del Citroen un gato negro le bufaba como un demonio a Troilo. Se subió al auto y cerró la puerta violentamente. Pichuco lo miró sorprendido pero no se animó a decir nada. El perro parecía estar necesitando una respuesta y no despegaba la vista del conventillo, indiferente a la presencia del gato. Antes de partir el gato se estampó contra el parabrisas en un intento de ataque y enseguida salió corriendo asustado y llorando de dolor por el golpe. Torcuato tenía ganas de matar a Castillo. No le entraba en la cabeza que existiera gente tan de mierda. Manejaba como un loco y pasó todos los semáforos en rojo. El corazón repiqueteaba. Paró en un locutorio frente al estadio de Boca, consultó una guía telefónica y llamó al Hospital de Niños de La Plata. Después de varios intentos logró comunicarse con Amanda, que se la notaba abatida. Marcelino ya estaba fuera de peligro pero había sido una jornada complicada de dos operaciones seguidas. Torcuato le dijo a Amanda que había estado en el conventillo y le prometió que la ayudaría y que iría a La Plata al día siguiente. Amanda le contó que cuando Marcelino saliera del hospital volverían a Catamarca, a la casa de una hermana suya, que en Buenos Aires no podían estar más. Salió del locutorio, cruzó los brazos sobre el techo del auto y apoyó la cabeza sobre los mismo, y se quedó en esa posición un buen rato, sin saber filosóficamente adónde ir. Miró a unos transeúntes y se preguntó si alguno tendría el valor de ponerse en su lugar: caminar con la muerte y la impotencia, con la duda de si ha valido la pena vivir. Por un instante sintió la soledad en el centro del pecho. ¿Tan fugaz era la vida? ¿Qué había pasado? ¿Había sido feliz? Se colmaba de preguntas y no tenía fuerzas para responderlas. Miró el cielo y se dio cuenta que la vida se le había ido con la velocidad de una bala. Confundió felicidad con imágenes viejas. El perro asomó el hocico por la ventanilla y comenzó a lamerle el codo. Le hizo unas caricias y subió al auto. Pichuco miraba absorto en dirección al estadio, sin gestos.
-La cancha de Boca -dijo Torcuato para cambiar un poco su ánimo- ¿La nota distinta?
-No -monosilabeó la Parca.
- Linda cancha -comentó como para sí mismo. Ahora se sentía deprimido, no le importaba la muerte ni nada. Su cabeza no podía parar de experimentar sensaciones opuestas que asediaban con fuerza de huracán.
- Dígame, Torcuato -dijo Troilo-: ¿Qué fue de aquel muchacho que cuando yo morí jugaba en las inferiores de Argentino Juniors y que decían que pintaba para crack?
- ¿Maradona? -Le cambió el ánimo otra vez. Por primera vez le pareció que Pichuco era una persona normal y corriente.
- Ese mismo.
-¿Ustedes los muertos no se enteran de nada allá arriba? -preguntó Torcuato mientras apretaba el acelerador.
- No.
-¿No? -preguntó desconsolado por la noticia. Todavía albergaba la esperanza de que desde el cielo podría observar a sus seres queridos. Ahora se enteraba que la muerte era como si se apagara un televisor y no había nada de mística.
-No
Regresaron al silencio. Torcuato fumaba y manejaba con una mano, lanzando por la boca volutas de humo lentas que decían mucho.
. ¿Entonces? –preguntó Troilo después de un rato.
- ¿Entonces qué? –preguntó Ricciotti, desorientado.
- Me decía de Maradona.
- Ah, sí… ¿Y qué quiere que le diga de Diego? -ahora a Torcuato se le humedecieron los ojos, como siempre que pensaba en Maradona.
- Algo, no sé. ¿Llegó lejos?
-.... Gordo…, Diego nos mató de alegría.
Hubo un silencio largo habitado por emociones.
De repente, otra vez a Torcuato lo invadió un sentimiento de odio hacia Castillo y se dijo que algo tenía que hacer. Y se envalentonó más aún cuando pensó en los míseros días de vida que le quedaban. No se iba a ir de este mundo sin hacer un poco de justicia. Pensó en alguna idea y enseguida le vino una a la cabeza: su amigo Pedro. Tomó la avenida Nueve De Julio hacia el norte, y para alegrar el viaje comenzó a resumirle a Pichuco la bella biografía del más grande jugador de futbol de todos los tiempos. La Muerte escuchaba atentamente, y cuando Ricciotti recurría a aspavientos exagerados para narrarle alguno de los memorables goles de Diego con lujo de detalles, sentía que su pecho palpitaba. Parecía estar dándose cuenta de lo que se había perdido por morir antes de tiempo.

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