jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la Muerte CAPITULO 4

Luego de tan conmovedor momento, Torcuato fue a limpiarse las lágrimas al baño y después se tomó unos mates en silencio. De repente observó que desde que se había levantado no había fumado ni un cigarro y eso le demostró que estaba realmente mal. Para recuperar el tiempo perdido se acercó a la ventana con el equipo de mate y mirando hacia la calle sin ver nada fumó, uno atrás del otro y casi hasta el filtro, los últimos cuatro cigarrillos que había en el paquete. Cuando se percató de que no le quedaban más, abrió la ventana para llamar a Marcelino pero este no estaba, lo que le resultó sumamente extraño. Pichuco tenía la mirada perdida y golpeaba una lapicera contra la mesa como un autómata. Ricciotti se quedó mirándolo hasta que Victorio lo interrumpió al entrar como pancho por su casa silbando Madreselva.
- Qué hacés, tanito ¿Andás mejor? -preguntó Victorio con un humor envidiable.
El tano metió los labios para adentro al tiempo que levantaba las cejas, y respondía:
- … Acá andamos.
-¡Epa! … levantá ese ánimo, hermano… Estás hecho un viejo choto. Dale, dejáte de joder y acompañame a la calle, a ver si levanto algún numerito.
-No, andá vos, Trucho -Miró a Troilo, que permanecía imperturbable y luego añadió-:… Estoy cansado.
-¿Sabés qué?: Estás hecho un viejo maricón. Yo a los setenta todavía estaba cogiendo. El jueves cumplo ochenta y uno y camino con dignidad, y si te descuidás me echo un polvito en cualquier momento -dijo cariñosamente, Victorio. Le palmeó la espalda y agregó-: Que no decaiga, tanito…
-Tranquilo, Truchito…, no pasa nada -balbuceó Torcuato mientras le devolvía una fraternal palmadita en la nuca.
Hubo un silencio confuso, hasta que Victorio cambió de tema.
-¿Algún numerito para hoy?
Torcuato revisó su bolsillo y encontró una solitaria moneda de un peso. Observó a Troilo, y este lo percibió y lo miró de reojo intentando expresar algo que Ricciotti no comprendió
- Un pesito al cuarenta y ocho a la cabeza, para la Nacional de esta tarde.
- “El muerto que parla”, lindo numero -dijo Victorio al tiempo que anotaba el numero en una libreta. Luego añadió-: ¿El cuarenta y ocho por alguna razón en especial? Es la primera vez que lo jugás.
- … No…, por nada… Se me ocurrió nomás.
Se despidieron como se despiden dos amigos que se quieren mucho y Victorio se fue contento, ahora silbando la melodía de Son cosas Olvidadas. Iba vestido con un pantalón corto color marrón que le llegaba hasta las rodillas y una camisa celeste de manga corta. Calzaba unos zapatos artesanales de estilo carioca que había comprado hacía unos días en la feria de la plaza Dorrego, ahí en el barrio, y que realmente disonaban con el resto de la vestimenta y con él mismo. Por supuesto, iba peinado a la gomina y había apelado a las mismas artimañas a las que solía apelar Torcuato para mantener la cabeza burdamente poblada.
Torcuato, en cambio, estaba lejos de estar contento. Sentía un dolor punzante en el pecho y como ganas de continuar con sus lloros. Se daba cuenta de que su cabeza comenzaba a mirar hacia el pasado, inevitablemente, y eso le confirmaba aún más que su destino era fatal e inminente. Lo de tener a Troilo ahí, a su lado, en el papel de la muerte, comenzaba a no antojársele tan terrorífico. Al menos le habían mandado a Pichuco y eso le pareció una buena manera de irse para siempre. ¿Por qué Troilo?
-¿Y por qué usted? -Le preguntó a la Parca, que continuaba golpeando la lapicera contra la mesa mecánicamente.
Troilo levantó la vista y replicó, con voz remilgada:
-¿Por qué yo qué?
-¿Por qué lo mandaron a usted a buscarme? -repitió Torcuato acercándose a la mesa.
- … No sé…, quizás para que le sea más leve, Torcuato…, qué se yo.
- ¿Y su muerte quién fue, si es que tuvo?
- ¿Mi muerte?
- Sí, su muerte. Escuchó bien, no se haga el sota.
- …Discépolo…, mi muerte fue Enrique -respondió con un dejo de pena y sumido en nostalgias. Luego volvió a su automatismo.
Torcuato se quedó mirándolo un rato largo si saber qué decir, hasta que dijo:
-Me voy a comprar cigarros.
Y salió: el sol castigaba con fuerza y hacia sudar. En la calle preguntó por Marcelino pero nadie sabía nada. El quiosquero le fió tres paquetes de Benson hasta la tarde, se dejó invitar un vino en el bar y volvió a la pensión. Estaba tan ansioso que se tomó otra ronda de mates que duró cuatro cigarrillos. Después se tumbó en la cama. Eran las once de la mañana. Entonces su cabeza fue a visitar la memoria y la nostalgia, y la primera imagen con la que se topó fue con la de su padre: el maravilloso Vitulio Lorenzo Ricciotti. Este tano había llegado de Ancona en el 24, echado a patadas por el fascismo debido a sus aspiraciones a un mundo mejor, y se había instalado en Carmen de Patagones, la frontera sur de la provincia de Buenos Aires. Tenía 17 años entonces; había dejado mucha hambre y guerra a sus espaladas y quería olvidarse de todo. Comenzó a trabajar de mecánico durante los días de semanas y como violinista de una orquesta Característica -que era un tipo de orquesta que interpretaba, además de tango, rancheras, paso dobles, fox trot, valses, y lo que fuera necesario de acuerdo a las exigencias del público- los fines de semana. Se enamoró de Concepción Jiménez, una aragonesa simpaticona, se casó con ella, se mudaron a Bahía blanca, y fueron felices hasta el año 36, cuando Concepción murió al dar a luz a Torcuato. Desde entonces, y a pesar de estar infestado de dolor, Vitulio se entregó con amor y responsabilidad a su hijo, y nunca más tocó una mujer. Cuando Torcuato cumplió ocho años su padre le regaló un bandoneón Premier -el que todavía llevaba consigo- pero recién a los quince se puso a estudiar con un curso a distancia; y enseguida demostró que tenía bastante talento. El suficiente como para que un año después nomás, formara un trío con su padre y un pianista excepcional que no llegaría más lejos por su posesivo amor al whisky y a las meretrices. Su padre le había enseñado los tres mandamientos fundamentales para estar en armonía con la vida y ser un buen hombre, según él: solidaridad con los menesterosos, libertad, y amor y respeto a los animales… Hijo y padre vivieron juntos hasta que este último se murió, en el año 74. Torcuato era ya un hombre de 38 años, nunca había tenido una mujer más allá de aventuras casuales o abonadas, y la muerte de su padre lo hundió en una profunda tristeza. Después de un año confuso, vendió la casa y viajó a Buenos Aires para nunca más volver. A los tres días de haber llegado a la gran ciudad conoció a Pinino en un cabaret, y desde entonces eran como hermanos.
A las doce y media en punto se asomó Pinino por la puerta.
- Vamos, tano, a laburar. Cambiate que te espero en el auto -y se fue sin decir más.
Muy a su pesar, Torcuato se levantó, y sin dirigirle siquiera la mirada a Pichuco se disfrazó de músico de tango: camisa negra, pantalón negro, zapatos negros, pañuelo blanco al cuello y sombrero. Agarró el fueye y vio que Troilo también se preparaba para salir.
-¿Adónde va usted? -le preguntó
-Con usted -respondió Pichuco, impasible, mientras se ponía la capucha.
-¿Y para qué se pone la capucha? Ya está, quédese así como está. Al menos me parecerá menos terrible.
-Andan otras muertes dando vueltas. Si me ven sin capucha son capaces de buchonear. En este ambiente también está todo podrido.
A Ricciotti le pareció todo un auténtico absurdo y salió sin importarle que hiciera o dejara de hacer la Muerte. Bajó las escaleras lentamente, calculando cada paso y tomando aire cada tres escalones y fue hasta el Citroen, que de tanta carga que tenía parecía estar a punto de rendirse. Adentro había un equipo de sonido que funcionaba a batería, además de herramientas y cientos de chucherías que Pinino siempre se olvidaba de quitar. Disimuladamente, Torcuato quiso abrirle la puerta a Pichuco, pero no fue necesario ya que este se transparentó y la atravesó como si fuera un fantasma. Torcuato sintió miedo, pero enseguida se recuperó.





El Citroen salió con una maniobra arriesgada y tardaron más de media hora en llegar a La Boca. Durante el trayecto Pichuco había permanecido con la frente apoyada a la ventanilla, mirando el paisaje que parecía traerle recuerdos y confusiones. Torcuato había intentado evitar mirarlo para no levantar sospechas en Pinino. Ahora, mientras armaban los equipos en el límite sur de Caminito, al borde del río, delante de un puerto olvidado, de barcos oxidados y casas lejanas y pobres, a Torcuato lo invadían los nervios. La idea de tocar el bandoneón con Troilo cerca no le agradaba para nada, y creía que ya no se acordaba nada de lo que sabía, que agarraría el fueye y no sabría qué hacer con él.
Acomodaron las sillas, pusieron el estuche del bandoneón para que los turistas dejaran monedas o en el mejor de los casos billetes, y se sentaron. Torcuato disimulaba los nervios como podía, siempre fumando. Antes de empezar a tocar buscó con la mirada a Troilo y lo encontró a los lejos, observando atónitamente un chorizo que comía un turista teutón.
-¿Con qué arrancamos, tano? -le preguntó Pinino.
-Arranquemos con “Volver”
-¿No te parece un poco amargo? ¿Qué te pasa, tano?... Arrancá con “Mala Junta”, “Tierra querida”…, qué se yo…, un tango de verdad.
Torcuato no le hizo caso y comenzó a tocar las primeras notas de Volver, por lo que a Pinino no le quedó otra que acompañarlo. Enseguida los turistas los rodearon y comenzaron a escucharlos y a observarlos como si fueran dos extraterrestres. Antes de que acabara el tema ya caían monedas y billetes. Porque bien cierto es que Pinino y Torcuato eran un dúo extraordinario. Se complementaba perfectamente: Pinino ponía todos sus conocimientos armónicos y su destreza técnica y Torcuato aportaba una gran sensibilidad y coherencia en el fraseo, aunque ahora se le notaban los nervios: erraba algunas notas y el fraseo era más bien demagógico.
Caminito destellaba en colores: amarrillo, rojo, azul, verde, marrón, gris, todos. El aroma era de carne asada, garrapiñadas y una huella mierdosa que llegaba desde el Riachuelo. Cientos de personas paseaban por la feria artesanal o comían en las veredas de los restaurantes. Desde los balcones, los caricaturescos muñecos de cera del Ché Guevara, Gardel, Evita, Perón, Maradona, y hasta del mismísimo Troilo, saludaban a la multitud que pasaba por debajo. Los japoneses fotografiaban todo, los Yankees destilaban mediocridad, los franceses miraban todo como con desdén y los brasileros parecían estar preguntándose qué hacían ahí teniendo las playas que ellos tenían. Era todo color y se movía mucho dinero, aunque a pocas cuadras, hacia cualquier punto cardinal, hubiera gente viviendo en el olvido.
Una de las increíbles e irrevocables condiciones que había puesto Pinino para tocar en la calle era la de no recibir dinero de turistas ingleses bajo ningún punto de vista. Y el motivo principal de dicha condición era que los ingleses se le habían llevado a su hijo en la patética guerra de Malvinas. A Torcuato le había parecido una verdadera locura, pero conciente de la terquedad de su compañero, y respetuoso de sus sentimientos, aceptó. Entonces, cuando algún anglo dejaba una moneda, enseguida Pinino se levantaba y se la devolvía sin decir palabra, y si el turista preguntaba el por qué de dicha reacción, respondía que nada que saliera de su corazón -como su música- estaba dirigido a los ingleses, que según él eran la peor de todas las lacras. Una vez un grupito de tres tipos ingleses que iban bastante borrachos dejaron unas monedas con cierto desprecio y tomaron muy mal la negativa de Pinino a aceptarlas, tanto que patearon el estuche del bandoneón y las monedas terminaron desperdigadas por todas partes. Con tanta mala suerte para los británicos que en ese mismo momento pasaban por ahí unos muchachos de la barra brava de Boca Juniors que lo habían visto todo y eran amigos de Pinino. Este les hizo una seña y los muchachos se acercaron. Y todo terminó en un riña despareja. Dos de los ingleses terminaron en el río y tuvieron que ser rescatados, y el tercero perdió dos muelas y se le fue la borrachera como por ensalmo.
A las cinco de la tarde decidieron levantar campamento. Había sido un buen día: trescientos pesos. Pichuco andaba perdido entre la multitud y en ningún momento había dirigido la atención a Torcuato, cosa que a este lo había tranquilizado a la hora de tocar. Pero le resultaba angustiante estar perseguido por esa dualidad contradictoria que era la muerte representada en Troilo: por un lado ese personaje tierno que emanaba su simple nombre e historia y por otro esa ameba insensible y crucial que era ahora. Sin embargo recordó el gesto que había tenido Pichuco en la pensión cuando le había dado un par de palmaditas a manera de consuelo y se dijo que al menos había demostrado algún sentimiento… Cargaron los aparatos en el Citroen y antes de partir fueron a comer a un bodegón especializado en bondiola. Durante la comida Torcuato estuvo a punto de contarle todo a su amigo, pero prefrió dejarlo para otro momento. Pichuco no aparecía y pensó que a lo mejor lo perdía de vista para siempre. Pero no, cuando fueron hasta el auto dispuesto a marcharse, lo vio echado sobre la butaca trasera, observando con mirada impasible una foto suya que decía “The Best Bandoneón of Buenos Aires”
Llegaron a la pensión, bajaron los bártulos y Torcuato le pidió el auto a Pinino.
-¿Adónde vas ahora? -preguntó su amigo.
- A lo de Margarita. Vuelvo en un rato.
- ¿Hacemos un truco a la noche?
- Vemos…
Troilo se cambió a la butaca de adelante, y salieron.
Después de media de hora de andar a paso de tortuga por la gran ciudad, Troilo abrió la boca:
-¿Adónde vamos?
-A lo de Margarita. Una amiga.
-Hace bien.
-¿Por?
-Hay que morir con las cuentas claras.
-Gracias por recordármelo… ¿Acaso usted quedó debiendo algo?
Troilo no respondió y continuaron en silencio hasta el barrio de Morón, que es donde vivía Margarita, la paraguaya. Llegaron hasta la casa y Torcuato le pidió a la Muerte que lo esperara en el auto. Pichuco aceptó.
Torcuato y Margarita habían sido amantes apasionado veinte años atrás, después habían pasado a ser novios respetuosos, y ahora eran buenos amigos que de vez en cuando se revolcaban, a la manera de ellos. La paraguaya era diez años menor que él, y era una mujer hermosa; se había enamorado de Torcuato locamente, y este te ella. Fueron felices durante varios años. Después la salud de Ricciotti comenzó a decaer hasta que le quitaron el pulmón y vinieron los problemas de impotencia. Margarita lo soportó y lo acompañó hasta donde pudo. El sexo pasó ser un trámite quincenal y pronto mensual, y dependía siempre de la suerte de Torcuato. Esto comenzó a sumirlo en una depresión. Probó con el Viagra, pero no hubo caso. Después un amigo le aconsejó que comiera frutos secos, que venía bien en tales casos, y se lo tomó a pecho, tanto que fue a parar al hospital con las tripas desmanteladas después de haber tragado medio kilo de avellanas, medio de nueces y doscientos gramos de maní en tan sólo una tarde, consiguiendo que casi se le pare el corazón en lugar del órgano al que iba dirigido tamaña ingesta. Finalmente el sexo terminó siendo oral y digital, y vale decir que Torcuato se convirtió en un experto en el tema y que Margarita no estuvo nunca dispuesta a renunciar a tan valiosas destrezas, al igual que su ambicioso clítoris. Ante todos, entre ellos existía un extraordinario mutuo respeto y se querían sanamente. Margarita hacía rato que tenía otros amantes, y Torcuato lo sabía y lo aceptaba como algo normal, aunque con cierta resignación y con el orgullo algo machacado.
Conversaron durante un par de horas pero el tema de la muerte no se tocó. Bebieron y comieron pizza y de postre queso y dulce y café. Después, como casi siempre, Torcuato la hizo gemir con su lengua y a medianoche se despidieron con un abrazo profundo… Subió al Citroen e ignoró a Troilo hasta llegar a la pensión. Se sentía de mejor humor, y sabía que había una fuerza extraña que no lo estaba dejando caer en las simas de la desesperación. Entraron a la habitación y Torcuato llamó a sus amigos para jugar a las cartas y tomar unos vinos. Troilo se tiró en la cama y se entregó a cavilaciones misteriosas. Los cuatro amigos estuvieron hasta las tres de la mañana meta truco, cháchara y anécdotas del pasado. Luego sus amigos se fueron a dormir y Ricciotti quedó sentado y pensativo durante un tiempo enorme, mezclando los naipes sin darse cuenta. La Parca lo observaba. De pronto Torcuato se despabiló y se encontró con la mirada de Troilo. Miró los naipes, volvió a mirar a la Muerte, y dijo:
-¿Se juega un chinchón, gordo?
Troilo se levantó lentamente, se acercó a Torcuato, apoyó la mano en su hombro, y respondió.
-Vaya a dormir, Torcuato…, va a ser lo mejor.
Torcuato no dijo nada.
Mañana es miércoles, pensó, “me quedan cinco días nomás”.
Se fue a acostar y antes de dormir se le ocurrió una idea. Si Troilo era la misma Muerte y estaba encaprichada en llevárselo, él se encapricharía aun más y lucharía para volver a Pichuco a la vida, al menos un rato, y rescatar a ese personaje tan entrañable que ahora era un fantasma insípido.
Se durmió y esa noche soñó que era joven.



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