jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la Muerte CAPITULO 2

Eran alrededor de las siete de la tarde cuando a Torcuato lo despertó el ruido que emitía un puño golpeando la puerta insistentemente, cosa que lo sorprendió mucho, ya que ni Pinino, ni Cornelio ni Victorio habían tenido nunca ese detalle antes de entrar a su cuarto -código aceptado por los cuatro, que nada tenían que ocultarse entre sí-. “Pase”, dijo Torcuato sin levantarse de la cama. Pero no obtuvo respuesta, sino otro golpeteo, esta vez más intenso. Encendió un cigarro, se levantó de la cama, se acomodó el pelo con saliva y se acercó a la puerta “¿Quién es?” preguntó, pero tampoco llegó respuesta alguna. Miró a través de la cerradura pero apenas alcanzó a distinguir una imagen borrosa. Entonces abrió la puerta y lo que vio lo asustó tanto que le hizo perder la conciencia. Retrocedió trastabillado y terminó apoyado en la mesa, con una mano en el pecho para intentar calmar el violento repiquetear de su corazón espantado, y la boca extremadamente abierta pugnando por introducir oxígeno a su famélico pulmón. Frente a él, parada altivamente, dentro de sus posibilidades, se encontraba la Parca. Creyendo que era una broma de mal gusto de alguno de sus amigos, Torcuato exclamó “La puta que te parió, casi me muero del susto…, sacáte ese disfraz, hacéme el favor”, pero la Parca ni se inmutó y parsimoniosamente entró al cuarto. “Casi me muero…, qué cagazo”, repitió Torcuato todavía convencido de que había sido una broma, y fue a poner el agua para el mate. La Parca se sentó en la cama, y dijo con voz fúnebre, ronca y sin inflexiones, “Me estaba esperando, y acá estoy”. Entonces a Torcuato se le erizaron todos los pelos del cuerpo, ya que no pudo asociar esa voz a ninguna otra conocida. Miró a la Parca intentando verle el rostro, pero sólo distinguió un ojo que se perdía en la lejanía. Estuvieron un rato largo observándose: la Muerte inmutable y sosegada, y Torcuato petrificado debido a la pavura que se había apoderado de su existencia. La Parca, como toda muerte, y como su nombre lo da a entender, vestía con una parca negra que le llegaba hasta los talones y una capucha que ocultaba su rostro tras una oquedad que parecía no tener fin; llevaba una guadaña algo deteriorada y calzaba una suerte de pantuflas,… De repente Torcuato pareció enojarse y corrió a desenmascarar al todavía supuesto bromista, pero en lugar de materia, se encontró con un cuerpo desmaterializado y el envión que había tomado lo hizo aterrizar planchado en la cama, quedándole el difuso cuerpo de la Muerte mezclado dentro del suyo. Sin titubear, salió corriendo aterrorizado… Bajó las escaleras lo más velozmente que pudo, intentado gritar sin conseguirlo. Se agitó mucho, tanto que al llegar a la puerta de calle se ahogó y escupió bilis mezclada con tabaco y tal vez pedazos de pulmón sobre una maceta que sostenía un helecho moribundo… Cuando estuvo en la calle miró con desesperación hacia todas partes en busca de una ayuda indefinida, pero enseguida desechó la idea, ya que decirle a alguien que se le había aparecido la Parca daría lugar a que lo consideraran un loco de remate…. Oberlus, un borracho perdido, que era el correveidile del barrio, justo pasaba por la pensión cuando vio el semblante aterrado de Torcuato. “¿Qué pasa, Ricciotti?, preguntó. “Nada…, nada”, respondió Torcuato y salió caminando hacia la avenida Independencia como podría haberlo hecho hacia cualquier otro lugar. “No puede ser…, estoy alucinando”, se decía a sí mismo mientras caminaba sin mirar el camino…, “es un sueño…, eso…, es un sueño que parece realidad. Enseguida me despertaré”… Por un instante consiguió realmente persuadirse de que estaba alucinando, debido, creía él, a que ese día había pensado mucho en la muerte y cuando se piensa mucho en algo se consigue caer en sus tormentos. Pero la había visto, y eso era innegable, y también había intentado tocarla y se había encontrado con un cuerpo inmaterial. Comenzó a temblar y un sudor frío le lustró el cuerpo. Llegó a Independencia y dobló en dirección al río. A mitad de cuadra entró en “El Chato”, un bar de mala muerte cuyo nombre homenajeaba a su dueño, el Chato, un enano de gaznate oculto y nariz con forma de morrón. Sin saludar a nadie pidió vino tinto. Los parroquianos se miraron desconcertados por la actitud de Torcuato, que era un hombre amable y respetuoso que jamás privaba a nadie de un saludo cordial; pero nadie se animó a hacer comentarios porque además de desconcierto sentían preocupación por un hombre evidentemente conmovido. Ricciotti se tomó cuatro vasos de vino acodado en la punta de la barra, con la mirada perdida y con un pañuelo en la mano que usaba para secarse el rostro continuamente. Pagó, se despidió con un saludo distante, salió a la calle y siguió caminando hacia el este. A los pocos metros escuchó la voz de Marcelino que le gritaba desde atrás. Detuvo la marcha y esperó a que el niño lo alcanzara.
-¿Me va a invitar a comer, Torcuato?”, preguntó el niño cuando estuvo a dos pasos; pero al ver la imagen pálida de su amigo, agregó-:¿Qué le pasa, Torcuato…, se encuentra bien?.
-… Este…, sí…, sí…, no te preocupes, querido… Tomá -sacó veinte pesos del bolsillo- andá a comer con tu mamá, yo me tengo que ir, después hablamos.
Sin decir más, continuó caminando. A los diez metros volvió la mirada hacia atrás y vio a Marcelino clavado en medio de la vereda, mirándolo tristemente, como se mira a un amigo enfermo. A su lado, Camilo, mimetizado con su amo, ladraba un sollozo apenado… De tan desesperado que estaba, Ricciotti cruzó la avenida Paseo Colón sin mirar a los costados, lo que le valió que un taxista se acordase no muy amenamente de su hermana, su madre y hasta de su tía, al tiempo que lo esquivaba con un volantazo oportuno. Llegó hasta el río sin haber sido conciente del camino elegido que lo había conducido hasta ahí, y miró hacia el norte, y hacia ahí encaminó a paso quedo, bordeando el río…, y llegó, como llega un cadáver a la pira, con apenas un par de gestos denunciando vida, al aeropuerto. Se apoyó en el malecón y se quedó mirando hacia el oriente, con el cerebro bloqueado, siguiendo la luz de un barco que bogaba sobre agua podrida.
El frío sudor continuaba. Más allá de que se había convencido de que la Parca en sí misma, tal como la había visto, no había sido más que una alucinación, no era tonto: que la muerte estuviera cerca no se le antojaba en absoluto incoherente con su estado de salud decadente. Algo en su cuerpo hacia rato que venía quejándose.
Eran las diez de la noche cuando pensó en volver a su morada, pero enseguida el terror lo frenó. “¿Y si está ahí? ¿Y si es verdad?, se preguntó horrorizado… “No seas boludo”, se respondió a sí mismo, “¿Cómo voy a creer que es de verdad….Fue una alucinación…, fue un sueño”. Aparentemente con estas palabras se había persuadido definitivamente, pero en lugar de dirigirse a la pensión, prefirió tomarse un colectivo hasta el Obelisco. Caminó un par de cuadras por calle Corrientes sin enterarse de nada, indiferente a los empujones de la gente y a sus quejas, y se comió un par de porciones de pizza con fainá en la mítica pizzería Banchero. Después se metió en un cine de la calle Lavalle a ver una película elegida al azar.
Mientras tanto, en la pensión, en la habitación de Torcuato:
-Ché, estoy preocupado por el tano, hoy a la tarde lo vi mal…, ni siquiera quiso venir a laburar -decía Pinino.
-Debe estar con la paraguaya -dijo Cornelio
-Es raro, no sé…, dejó la puerta abierta y las luces prendidas…Algo pasó.
-No te preocupes, Pino, ya va a venir. Es grande.
-Sí, no te preocupes -intervino Victorio- Hagamos un “truco gallo” hasta que llegue.
-¡No seas hijo de puta, ché!…, estamos preocupados por el tano y vos querés jugar al truco. Un poco de respeto -rezongó Pinino, siempre con aspavientos.
Los tres estaban de pie, dando vueltas por la habitación, buscando alguna pista para saber el paradero de Torcuato. Ninguno de los tres podía ver a la Parca, que estaba sentada en la cama, con la guadaña apoyada verticalmente en el suelo y el mentón apoyado sobre la misma, oteando la calle desde la ventana con actitud impertérrita.
-Voy al bar a buscar a Oberlus, a ver si sabe algo -dijo Pinino y salió a la calle.
Llegó al bar y, efectivamente, encontró a Oberlus -cuyo nombre real era Facundo, pero había tenido la desdicha de que un falso intelectual del barrio le pusiera tamaño sobrenombre en alusión a un personaje de una novela que narra la historia de un hombre-iguana monstruoso que tiene la mitad del rostro deformado, como el suyo, que mostraba un perfil izquierdo diezmado por un viejo y fatal acné-. Como siempre, el correveidile deambulaba por el bar en busca de chimentos.
Le hizo una seña para que se acercara y lo esperó en la puerta.
-Qué tal, Oberlus. ¿Vistes al tano, por casualidad? -inquirió Pinino.
-Lo vi esta tarde…, estaba arruinado, nervioso. Qué, ¿no apareció todavía?
-No
-Si sé algo, te aviso.
Se despidieron. Pinino se quedó en la vereda fumando un cigarro, mirando en todas direcciones para ver si en una de esas aparecía su amigo; y luego de un rato volvió a la pensión y aceptó la propuesta de Victorio de jugar un truco gallo. Eran las once y media de la noche.






En la pantalla se leía “Fin” y ya una música madurada daba lugar a los créditos, cuando Torcuato reaccionó después de dos horas -tiempo que duró la película- de haber estado cavilando acerca de la muerte, ausente de todo lo que sucedía a su alrededor. De la película se acordaba más nada que poco, apenas que era francesa y que el actor principal, del cual ni sospechaba el nombre -Daniel Auteuil, por cierto-, le había parecido un actor de los denominados, en la jerga porteña, “del carajo”. Salió del cine en estado de decadencia. Su cabeza era un remolino inconsecuente de pensamientos, tristezas y melancolías. Ya a esa altura sospechaba que en eso de la aparición de la muerte había algo de verdad. Tomó un taxi hasta Independencia y Bolívar, y desde ahí caminó muy lentamente hasta la pensión. Antes de abrir la puerta de calle se fumó un cigarro y antes de entrar miró al cielo y dijo, en voz alta: “Que sea lo que dios quiera”. Subió la escalera y antes de abrir la puerta de su habitación resopló en procura de aire para avivar su caduco pulmón. Entonces escuchó un grito que provenía de su habitación: “¡Flooor se ha dicho, carajo!”. Agarró el picaporte y fue abriendo la puerta lentamente mientras miraba por la abertura que se iba agrandando poco a poco. Lo primero que vio fue a sus tres amigos jugando al truco en compañía de botellas vacías y restos de longaniza y aceitunas y cáscaras de maní. Cuando sus amigos lo vieron se decidió a abrir la puerta del todo…, y sí, la vio sentada en la cama, con la guadaña apoyada verticalmente en el suelo, reposando la frente sobre el vano la misma, mirando hacia el suelo, como pensativa.
Entonces se desmayó.
Hizo falta que sus amigos lo desnudaran, lo metieran bajo la ducha durante un cuarto de hora, le dieran de beber cantidades importantes de un tequila duro que trajo Victorio, y le proporcionaran un sartal de cachetazos para que Torcuato apenas eructara: nimiedad que para los compañero fue un alivio, porque era el primer rastro de vida confiable que había manifestado Torcuato en la última media hora, desde que se había desmayado. Un par de minutos después abrió los ojos y se encontró acostado en la cama, desprovisto de ropa. Sus amigos lo rodeaban y lo miraban desde arriba. Buscó con la mirada y encontró a la Parca, ahora sentada en la silla, mirando sorprendida las cáscaras de maní. Comprendió que sus amigos no la veían e hizo un esfuerzo descomunal por mantener la calma y no comentarles nada al respecto, ya que considerarían que estaba alucinando y llamarían a la ambulancia, como habían hecho semanas atrás, cuando se había visto sacudido por una fiebre que casi lo manda al cielo a tocar tanguitos con un arpa.
-¿Dónde te habías metido, tano?...Estábamos preocupados -preguntó Cornelio, con una seriedad pasmosa.
-Menos mal, si no hubieran estado preocupados me prendían fuego el rancho -dijo Ricciotti irónicamente, pese a su lamentable estado.
-¿Dónde estabas? -volvió a preguntar Pinino.
-Fui al cine.
-¡Dejáte de joder, tano! ¿Desde cuando te gusta el cine? -inquirió Victorio.
-Bueno, bueno, no le quememos la cabeza con preguntas -interrumpió Pinino- Dejémoslo dormir -y dirigiéndose a Torcuato, agregó-…: Tano, dormí bien que mañana vas a estar mejor y nos contás todo... Si necesitás algo, pegáme un grito.
Victorio y Cornelio dejaron la habitación. Pinino colocó el paquete de cigarrillos fuera del alcance de Torcuato y apagó la luz sin haberse dado cuenta que su amigo tenía el corazón casi paralizado y los testículos en la zona del gaznate, y hacía un esfuerzo inmenso para no pedirle que se quedara y generar alarma. Antes de cerrar la puerta, Pinino despidió a Ricciotti con estas emotivas palabras:
- Te quiero…, tano vagoneta…Hasta mañana.
Lógicamente, el tano fue inmune al calor de estas simples palabras, ya que la idea de quedarse solo, en la noche, con la Muerte sentada a su lado, lo tenía horrorizado. Ni bien se cerró la puerta y la oscuridad gobernó el ambiente, Ricciotti quedó pasmado, mirando el techo sin animarse a realizar gesto alguno. Estuvo así un largo rato, incluso se hizo el dormido; hasta que, viendo que la Parca permanecía impertérrita, la sangre italiana le subió al cerebro y decidió hacer frente a la situación. Se levantó cansadamente, aparentando entereza, encendió las luz, miró a la muerte de frente, y le dijo, con voz extremadamente baja pero firme, cargada de miedo e incertidumbre.
- Dígame qué pretende de mí y váyase, por favor.
La Parca, con un gesto corporal que no comprometía a nada y con voz misteriosa, monótona y sin corazón, respondió:
-¿A usted qué le parece?
A Torcuato le pareció lógica la respuesta de la Muerte: si estaba ahí, era para llevárselo con ella, como sucedía en toda historia fantástica. La Parca se puso de pie y a Torcuato le amainó un poco la sensación de miedo, ya que al contrario de como él se esperaba, la muerte era un figura regordeta que no emanaba ningún mal, y el fragmento de ojo que llegaba a distinguir tras la negrura de la capucha despedía ternura. De todas maneras, su estado nervioso no era el mejor.
- A mi me parece que ya se puede estar yendo de dónde nadie lo ha invitado -dijo al fin Ricciotti con cierta dignidad.
- Hace diez años que me está invitando, Torcuato…, no se haga el gil, y no me haga más difícil la tarea que se me ha encomendado -replicó la Parca levantando un poco el volumen de voz pero siempre gélido.
-¡Shhh! -se puso rojo Torcuato- ¡No grite!
- No se preocupe que el único que me puede escuchar es usted.
- Me estás haciendo una joda…, vos sos algún otario del barrio que me está boludeando… Tomátela, salame.
- ¿Quiere pruebas? ¿No le bastó con que me haya desmaterializado esta tarde?
Estas palabras sumieron a Ricciotti en la amargura. Se dejó caer y quedó arrodillado en el piso. No le cabían dudas ya: era la muerte, la verdadera, la que no ríe, la que sólo viene una vez. La Parca lo tomó del brazo y lo animó a ponerse de pie.
-Vamos, Torcuato, esto es así y no hay vuelta de hoja. Todavía le queda una semana.
-¡¿Cómo una semana?! -preguntó Torcuato y se dejó caer nuevamente, acongojado. No entendía nada.
-Sí, una semana. El lunes que viene nos vamos.
-¿Adónde nos vamos? -preguntó con voz lastimada.
- …Sabe muy bien adónde vamos.
Sí que lo sabía; aunque había algo que no le cerraba y necesitaba más pruebas para aceptar esa fantasía.
-Desenmascárese -Le pidió a la Muerte con voz enérgica, al tiempo que se ponía de pie.
-Ni loco -respondió la Parca con una voz carente de emociones- La última vez que lo hice se me murió el tipo antes de tiempo y me cagaron a pedo.
-¿Quién lo cagó a pedo? -preguntó Torcuato, superado por el ridículo de la situación
-Los de arriba.
-Me está tomando el pelo… Sáquese la capucha y muestre la cara, no sea cagón.
-Torcuato, usted es el tipo más terco que he conocido. Me niega cuando usted sabe muy bien que no le queda mucho acá abajo. No sea hipócrita, y no se la agarre conmigo que yo solamente cumplo órdenes.
- Si usted es mi muerte, quiero verle la cara -dijo como si en realidad todo fuera un juego- Tengo derecho.
-Está bien, si usted quiere que me desenmascare, lo voy a hacer. Pero prométame que no se me va a morir ahora.
-De eso usted debería estar seguro.
-No siempre se está seguro, a veces hay error de cálculos.
-No me gaste más, por favor, y sáquese esa capucha.
-Pero prométame que no se me va morir antes de tiempo, sino no.
-Está bien…, se lo prometo.
Y a poco estuvo Torcuato de faltar a su promesa luego de que la Parca se quitara la capucha y dejara ver su rostro: era Aníbal Troilo.



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