jueves, 19 de marzo de 2009

Una semana con la Muerte CAPITULO 7

En la pensión los estaba esperando el perro Camilo, tumbado en la puerta con cara lánguida. Al ver a Torcuato comenzó llorar y a mearse de alegría. Antes de entrar Ricciotti dio una vuelta a la manzana preguntando a los vecinos si habían visto a Marcelino. Pero nadie sabía nada. Subió a su habitación, se cambió de ropa, le pidió el auto a Pino y salió en busca de su pequeño amigo. Pichuco iba sentado de copiloto y Camilo atrás, mostrando ansiedad, como si supiera el motivo por el que partían. Cada tanto levantaba las orejas y ladraba en dirección a Troilo como si lo percibiera. En el semáforo de Independencia y Tacuarí, Torcuato preguntó a los pibes que limpiaban parabrisas por Marcelino y no sabían nada. Después fue hasta plaza Constitución donde Marcelino tenía varios amigos, pero tampoco había noticias. Se le fueron todas sus preocupaciones y lo único que le importaba ahora era el pibe. Pichuco, que no había dicho nada hasta el momento, le palmeó la pierna y lo tranquilizó con un “Ya va a aparecer, Ricciotti…, tranquilo”. Torcuato le sonrió y mientras ponía rumbo a la casa de Marcelino, un conventillo de La Boca, comenzó a contarle su relación con el pibe.
Una tarde invernal, inhabitable para la alegría, de cielo llorón y repleta de paraguas, Torcuato vio desde la ventana el semblante de un niño sentado en el cordón de la vereda, acurrucado, con la cabeza metida entre las rodillas, tiritando de frío, indiferente a la lluvia. Bajó a la calle y se acercó al niño. Lo subió a la habitación, lo alimentó, y lo metió en la ducha. Secó la ropa mojada del nene con el fuego de la hornalla y después la planchó en el cuarto de Cornelio, que era el único que tenía plancha. Lo vistió y como el niño permanecía en un silencio inquebrantable, le tocó uno tangos con el bandoneón y eso maceró el miedo del pibe y una leve sonrisa apareció en su rostro. Más tarde lo llevó a su casa. Desde entonces Marcelino iba todos los días a visitar a Torcuato. Y enseguida se hicieron grandes amigos. Para Torcuato el pibe era el hijo que nunca había estado ni lejos de tener, y para el pibe Torcuato era el padre que nunca existió. Torcuato consiguió, por medio de contactos en el barrio, que los que manejaban el negocio de los cuidadores de coches le dejaran a Marcelino cuidar autos en su calle así él lo podía observar desde la ventana y protegerlo. Le compraba ropa, le cocinaba, lo llevaba a pasear, y hasta un día intentó enseñarle a leer pero se sintió incapaz y abandonó la empresa. Entonces le prometió que algún día le enseñaría a tocar el bandoneón. Marcelino tenía entonces apenas cinco años y su historia era una más entre las tantas parecidas. Junto a su madre desparramaban pobreza por el mundo. Madre e hijo deambulaban las calles en busca de algo de dignidad, como podían, y mañana era siempre un futuro muy lejano e incierto. Eran de Catamarca y su historia era de yerros y desesperanzas desde hacía varias generaciones. Vivían en “La casa azul”, un conventillo desvencijado donde malvivían cinco familias pobres sin horizonte. La fachada del conventillo era de chapa y estaba pintada íntegramente de un azul chillón con un tipo de pintura especial para barcos y que antaño los trabajadores del puerto robaban para pintar sus casas. Una pintura indiferente al obstinado trascurrir del tiempo y que se burlaba de los achaques del aire de tierra ya que estaba hecha para soportar la bestia húmeda y salada del mar.
El dueño del conventillo, Castillo, un execrable ex policía, era el hazmerreír del barrio debido a una verdadera tragedia que lo había marcado para siempre, sobre todo en la zona del ano. Una noche, patrullando la calle al servicio de la comunidad, atiborrado de droga y alcohol junto a otros dos, detuvieron a un sospechoso de nada y lo fundieron a garrotazos. La víctima juró venganza y esta llegó casi un año después. Castillo iba caminando tranquilo cuando una camioneta F100 se detuvo a su lado y de ella bajaron cinco tipos con actitud belicosa. Le pegaron dos mamporros en la cabeza sin darle tiempo a una mínima reacción, lo metieron dentro de la camioneta y le vendaron los ojos. En un baldío de Avellaneda lo esperaba su vieja víctima “Tarde o temprano te iba a encontrar, hijo de puta”, escuchó Castillo que le decía, y cuando reconoció su cara se supo perdido. Y “A ver si sos tan macho ahora sin el chumbo, rati de mierda…, cagón” fueron la últimas palabras que escuchó del vengador. Estaba rodeado por no menos de diez tipos muy bien dispuestos a cascotear a un policía federal. Fue una masacre. Al otro día lo encontró un cartonero en Bernal, a orillas de un arrollo podrido, inconciente y bañado en sangre y barro. Dos días después se despabiló en una habitación de hospital y se encontró con que además de la cabeza, el parpado y la pierna, le habían cocido el ano. Había sido sodomizado salvajemente. Se volvió loco y echó espuma por la boca durante una semana, saturado de furia: toda su hombría había sido desollada para siempre. En la policía le dieron la baja y con una indemnización compró el conventillo. Y ahí estaba, lleno de rabia, humillado, sin valor para pegarse un tiro, odiando al mundo. En el barrio de La Boca se lo conocía como “Culo roto”.
Torcuato tocó timbre en la casa azul y no atendió nadie. Después del tercer intento se decidió y entró. Golpeó la puerta en la habitación donde siempre estaba Catillo pero no había nadie. Se adentró en un pasillo largo y llegó al patio central donde había con un grupo de niños jugando al futbol con una pelota de voley reventada alrededor de un aljibe inútil. Un aroma a guiso y ropa vieja invadía el olfato. Se acercó a la habitación de Amanda y Marcelino y enseguida comprobó que no había nadie. Miró por la cerradura y vio un montón de bártulos amontonados en un rincón como si fueran a mudarse. De la habitación contigua salió una vieja gastada y le preguntó qué quería. Ricciotti le dijo lo que andaba buscando, la vieja echó una mirada hacia la entrada para asegurarse de que el ex policía no estuviera, y lo invitó a pasar a su habitación, que olía a papa hervida y orégano.
-A esta gente ya no hay desgracia que le falte -dijo la vieja refiriéndose a Marcelino y Amanda.
-¿Qué pasó? -preguntó Torcuato preocupado y nervioso.
-El lunes a la nochecita al nene le agarró un ataque de estómago y tuvieron que salir corriendo al hospital. Lo operaron de apendicitis de urgencia pero a la noche le seguían los dolores y lo tuvieron que trasladar de urgencia al hospital de niños de La Plata. Se lo llevó la ambulancia…No sabe cómo lloraba ese niño.
Torcuato empalideció y prendió un cigarro en la hornalla donde se cocinaba un puchero.
-¿Por qué están las cosas como para mudarse?
-Es que este Castillo es un hombre sin alma. Ayer era el último día de plazo que tenía la señora Amanda para pagar el alquiler, pero con el percance del nene tuvo gastos inesperados. A Castillo no le importó nada y los echó a la calle. Hoy estuvo Amanda acá y Castillo le dijo que si mañana al mediodía no sacaba las cosas de la habitación las tiraba a la calle.
-¿Tan hijo de puta puede ser? -Torcuato criaba odio y tenía la sensación de que de un momento a otro dejaría de respirar para siempre.
-Ese hombre no vale nada. Todo el día bebiendo, insultando a la gente. No tiene alma. Yo estoy acá porque no tengo dónde ir, pero el día que me pueda ir ese canalla se va a enterar.
- ¿Pero por qué tanta mala leche con Amanda y el pibe?
- Qué quiere que le diga… Me parece que Castillo quiso los favores carnales de doña Amanda y esta se negó, usted me entiende.
Torcuato estaba inquieto, sudaba a chorros y no sabía qué hacer. Fue hasta el cuarto de Castillo y golpeó la puerta casi hasta tirarla abajo. Un par de viejas lo tranquilizaron y le dieron un vaso de agua. Y salió a la calle. Arriba del capó del Citroen un gato negro le bufaba como un demonio a Troilo. Se subió al auto y cerró la puerta violentamente. Pichuco lo miró sorprendido pero no se animó a decir nada. El perro parecía estar necesitando una respuesta y no despegaba la vista del conventillo, indiferente a la presencia del gato. Antes de partir el gato se estampó contra el parabrisas en un intento de ataque y enseguida salió corriendo asustado y llorando de dolor por el golpe. Torcuato tenía ganas de matar a Castillo. No le entraba en la cabeza que existiera gente tan de mierda. Manejaba como un loco y pasó todos los semáforos en rojo. El corazón repiqueteaba. Paró en un locutorio frente al estadio de Boca, consultó una guía telefónica y llamó al Hospital de Niños de La Plata. Después de varios intentos logró comunicarse con Amanda, que se la notaba abatida. Marcelino ya estaba fuera de peligro pero había sido una jornada complicada de dos operaciones seguidas. Torcuato le dijo a Amanda que había estado en el conventillo y le prometió que la ayudaría y que iría a La Plata al día siguiente. Amanda le contó que cuando Marcelino saliera del hospital volverían a Catamarca, a la casa de una hermana suya, que en Buenos Aires no podían estar más. Salió del locutorio, cruzó los brazos sobre el techo del auto y apoyó la cabeza sobre los mismo, y se quedó en esa posición un buen rato, sin saber filosóficamente adónde ir. Miró a unos transeúntes y se preguntó si alguno tendría el valor de ponerse en su lugar: caminar con la muerte y la impotencia, con la duda de si ha valido la pena vivir. Por un instante sintió la soledad en el centro del pecho. ¿Tan fugaz era la vida? ¿Qué había pasado? ¿Había sido feliz? Se colmaba de preguntas y no tenía fuerzas para responderlas. Miró el cielo y se dio cuenta que la vida se le había ido con la velocidad de una bala. Confundió felicidad con imágenes viejas. El perro asomó el hocico por la ventanilla y comenzó a lamerle el codo. Le hizo unas caricias y subió al auto. Pichuco miraba absorto en dirección al estadio, sin gestos.
-La cancha de Boca -dijo Torcuato para cambiar un poco su ánimo- ¿La nota distinta?
-No -monosilabeó la Parca.
- Linda cancha -comentó como para sí mismo. Ahora se sentía deprimido, no le importaba la muerte ni nada. Su cabeza no podía parar de experimentar sensaciones opuestas que asediaban con fuerza de huracán.
- Dígame, Torcuato -dijo Troilo-: ¿Qué fue de aquel muchacho que cuando yo morí jugaba en las inferiores de Argentino Juniors y que decían que pintaba para crack?
- ¿Maradona? -Le cambió el ánimo otra vez. Por primera vez le pareció que Pichuco era una persona normal y corriente.
- Ese mismo.
-¿Ustedes los muertos no se enteran de nada allá arriba? -preguntó Torcuato mientras apretaba el acelerador.
- No.
-¿No? -preguntó desconsolado por la noticia. Todavía albergaba la esperanza de que desde el cielo podría observar a sus seres queridos. Ahora se enteraba que la muerte era como si se apagara un televisor y no había nada de mística.
-No
Regresaron al silencio. Torcuato fumaba y manejaba con una mano, lanzando por la boca volutas de humo lentas que decían mucho.
. ¿Entonces? –preguntó Troilo después de un rato.
- ¿Entonces qué? –preguntó Ricciotti, desorientado.
- Me decía de Maradona.
- Ah, sí… ¿Y qué quiere que le diga de Diego? -ahora a Torcuato se le humedecieron los ojos, como siempre que pensaba en Maradona.
- Algo, no sé. ¿Llegó lejos?
-.... Gordo…, Diego nos mató de alegría.
Hubo un silencio largo habitado por emociones.
De repente, otra vez a Torcuato lo invadió un sentimiento de odio hacia Castillo y se dijo que algo tenía que hacer. Y se envalentonó más aún cuando pensó en los míseros días de vida que le quedaban. No se iba a ir de este mundo sin hacer un poco de justicia. Pensó en alguna idea y enseguida le vino una a la cabeza: su amigo Pedro. Tomó la avenida Nueve De Julio hacia el norte, y para alegrar el viaje comenzó a resumirle a Pichuco la bella biografía del más grande jugador de futbol de todos los tiempos. La Muerte escuchaba atentamente, y cuando Ricciotti recurría a aspavientos exagerados para narrarle alguno de los memorables goles de Diego con lujo de detalles, sentía que su pecho palpitaba. Parecía estar dándose cuenta de lo que se había perdido por morir antes de tiempo.

Una semana con la Muerte CAPITULO 6

El verano estaba más presente que nunca, los rayos de sol deformaban las imágenes y una camiseta hubiera sido un abrigo desmesurado, por lo que Ricciotti con el mameluco tanguero parecía un suicida, además de resultar ridículo y desubicado. Estaba ansioso, los últimos minutos con la muerte le habían parecido un gran paso adelante en su plan de volver a Pichuco a la vida, aunque en el fondo sabía que era absurdo e imposible. Pero no importaba, al menos, pensó, mantenía la cabeza ocupada hasta que le llegara su hora. Lo que más le preocupaba ahora era morirse sin escuchar tocar el fueye a Troilo. Su propia muerte, sus remembranzas, sus penas, estaban en segundo plano. Camino al bar le preguntó a Oberlus si había visto a Marcelino, y este le respondió que bien temprano a la mañana había visto al perro, Camilo, solo, husmeando por el barrio, pero que del pibe ni noticias. “Algo pasa”, se dijo Torcuato. De repente, pocos metros antes de llegar al bar, sintió como que su cabeza se saturaba. El corazón comenzó a batirse enérgicamente y el cuerpo a levantar temperatura. Imágenes y sensaciones de todo tipo se arremolinaron en su cabeza pidiendo atención. Le bajó la presión y sintió una sensación de muerte. Tuvo que apoyarse contra una pared y pedirle a Oberlus que lo ayudara. Dobló el torso hacia delante, con la espalda apoyada en la pared, hasta quedar en forma de ele invertida, y Oberlus lo agarró de la nuca para resistir la fuerza que hacía Torcuato hacia arriba: una técnica para subir la presión. Luego con el dedo índice se hizo presión en la zona del bigote, entre la nariz y el labio superior: otro método con el mismo fin que el anterior que le había enseñado la madre de Marcelino, Amanda, una tarde lejana en la que Torcuato se había visto zozobrado por el mismo síntoma en su presencia y la de su hijo.
Llegó al bar y ubicó a Pino con la vista. El genial guitarrista estaba sentado en un rincón, como escondido, tomando una tercer ginebra, pálido, desarticulado, jugando nerviosamente con carozos de aceitunas y pieles de salamín.
Oberlus se invitó a la mesa pero Torcuato le pidió que lo dejara hablar a solas con su amigo. Pidió un Cinzano y se sentó frente a Pinino, que todavía no había abierto la boca y tenía la mirada perdida en el miedo.
-¿Ahora me creés, Pino? -le preguntó Torcuato, manteniendo la voz baja para que no se enterara nadie, con ojos penetrantes.
- Tano -pudo responder Pino, gesticulando con todo el cuerpo-…, estoy cagado hasta las patas.
- Tranquilo, Pino. Pichuco es inofensivo.
- Me importa una mierda Pichuco o quién quiera que sea ese fantasma. Lo que yo no quiero es que te me vayas vos, tano…, eso me importa…., vos, mi amigo.
Torcuato apucheró la boca y sintió un cosquilleo en el pecho que exigía alguna lágrima. Y no lloró porque justo llegó el mozo con el aperitivo y contuvo la emoción.
-… Pero es así, Pino -dijo al fin cuando el mozo se fue-. Qué le voy a hacer... Me lo dijo la muerte… El lunes.
-Pero ¿no hay opción? ¿Es así y punto?. Yo te veo bien, tano, ¿por qué te tenés que morir ahora, carajo? -había levantado la voz, pero enseguida se serenó y añadió-: No sé que es todo esto, tanito. Lo único que sé es que cuando vi la cucharita levantarse sola casi me desmayo… Te creo, tano, no me queda otra, pero comprendé que me resulte difícil.
- A mi también me resulta difícil, pero es así, Pino. Pichuco está ahí, en mi cuarto, lo veo, es innegable. Y le creo que sea la muerte…, y estoy seguro que el lunes me muero…, es así. Lo siento.
-¿Tan tranquilo lo decís?
- Qué querés que haga, Pino -ahora la voz Torcuato era el colmo de la desesperanza y la resignación. Hizo una breve pausa y añadió, manteniendo la cadencia-:… Estoy hecho mierda, pero trato de mantenerme entero. Lo único que me interesa es que Troilo me toque algún tanguito antes del lunes y que el corazón se me pare sin darme cuenta.
- ¿No te tocó ni un tango?
- Dice que no puede, qué sé yo por qué.
- Tano, a mi todo esto me parece una auténtico disparate -dijo Pino mientras le hacía una seña al mozo para que le trajera otra ginebra.
- Es un disparate, Pino, ya lo sé. Pero no puedo hacer nada. Vos viste la cucharita, Pino…Está ahí…, Pichuco está ahí, en mi habitación
- …Sí, casi me muero, la verdad -dijo Pino, con la voz que usan las personas que acaban de ser testigos de algo racionalmente inconcebible.
-Me gustaría que Pichuco sea más sensible, más humano. Así, como Muerte, parece un tipo desabrido que está disfrazado de Troilo. Por eso me propuse volverlo a la vida, o al menos a que sienta algo, sino se me hace difícil.
- No lo puedo creer, tano, me estoy volviendo loco con todo lo que me estás contando.
- Y yo. Pero ahora estoy un poco mejor. Loco pero mejor.. Recién, antes de venir, le pregunté al gordo si había encontrado a Zita allá arriba y se le escapó un lagrimón. Me parece que le toqué el cuore.
La imagen de los dos amigos sentados, vestidos de esa ataviada manera tanguera, bebiendo y fumando compulsivamente en un bolichón sombrío del barrio San Telmo, sufriendo el veneno de decenas de víboras de sol que invadían el antro por la ventana, hablando sobre la muerte, parecía un cuadro de un pintor maldito.
-Mirá, tano -dijo Pino con voz queda- A mi lo que me interesa es que Pichuco se vaya a la mierda y vos te quedes acá con nosotros.
-Eso es imposible, Pino…, lo siento.
- ¿De verdad, gordo…, es imposible? -ahora la voz de Pinino estaba encharcada de pena.
- Sí, Pino…, de verdad. Aprovechemos estos días que nos quedan juntos.
- No puedo verte así, tan indiferente.
- Es una coraza, hermano…, nada más.
- Siempre vas a ser mi hermano, tanito.
Y ahora si que les fue imposible evitarlo. Se levantaron los dos, se abrazaron apretadamente y se quedaron así durante varios segundos, sin velar lágrimas y alentándose con palabras fraternales. Los parroquianos del bar observaban atónitos la escena, algunos hasta emocionados. Oberlus estaba acodado en un extremo de la barra, atiborrándose de alcohol, con los ojos y los oídos en alerta para enterarse de los pormenores de aquél conmovedor abrazo. El Chato los miraba con compasión al tiempo que pasaba una franela a una botella de Gancia.
- Vámonos, tano, parecemos dos boludos -dijo Pinino cuando se sintió observado.
- Sí, vamos a laburar, que la tarde está linda. No me quiero deprimir -dijo Torcuato con ánimo incierto, y agregó-:… Ah, me olvidaba. De esto no se tiene que enterar nadie.
- Quedate tranquilo, tano. Soy una tumba.
Salieron del bar y Torcuato vio a Troilo apoyado contra el capó de un taxi, con la capucha escondiendo su rostro, con actitud de estar esperando. Su cabeza colgaba muerta enzarzada en pensamientos. Sin darse cuenta, movía la guadaña de un lado a otro y asesinaba sin piedad a una comunidad de hormigas que marchaban a sus pies transportando restos de un grillo, evidentemente espantadas por la catástrofe que significaba para ellas un estúpido movimiento del Hombre. Torcuato no le dijo nada a Pino e ignoró completamente a Pichuco, que los siguió a diez metros hasta que llegaron a la pensión. Ya adentro de la habitación, Troilo se quitó la capucha y miró a Ricciotti en busca de una palabra, pero este continuaba ignorándolo y tarareaba la melodía de El Apache Argentino.
-… Ricciotti -dijo al fin la Muerte.
- … Ah, Pichuco ¿Cómo anda? -respondió Torcuato como si recién se hubiera percatado de su presencia, sobreactuando la actitud.
- No me tome el pelo, por favor.
- No sé de qué me habla.
Torcuato daba vueltas por la habitación, preparando las cosas para ir a trabajar.
-Hoy me nombró a Zita.
- …? -expresó frunciendo el entrecejos. Después continuó-. ¡Ah!, sí, ahora me acuerdo… Le preguntaba si la había encontrado allá arriba -señalando con el mentón hacia el techo.
-Dígame… ¿Zita se murió?
-¿Me está preguntando en serio?
-Sí.
-Hace como diez años.
-¿Está seguro?
-Completamente.
El rostro de la Muerte se desfiguró y el cuerpo se hizo como de gelatina. Se sentó en la silla, cerró los ojos y masculló con voz mustia palabras sin destino:
- … Mi negra… ¿dónde estás?
Pedazos de sol se infiltraban por la ventana y penetraban en Pichuco sin proyectar sombra. El cuerpo de la Muerte era diáfano y Torcuato alcanzaba a divisar el mate más allá de la zona de su corazón. Por primera Torcuato percibía un gesto de humanidad en la Muerte, los escasos anteriores siempre llevaban el velo de una mirada de hielo y ausencia. Por un momento se sintió cruel por haber dado un golpe bajo a Pichuco al preguntarle sobre Zita. Era claro que Pichuco no estaba enterado que su mujer había muerto y por eso aceptaba como lógico el no haberla encontrado en el cielo. Pero ahora sabía que existía un amargo desencuentro y eso parecía tenerlo atormentado. Se acercó a Pichuco y quiso acariciarle la cabeza pero la mano pasó de largo por entre su cuerpo de aire. Lo alentó con palabras suaves y le dijo que lamentaba el desencuentro con su amor. Después le prometió que cuando él estuviera arriba lo ayudaría a buscarla. Se sentía ridículo tratando de levantarle el ánimo a Troilo, cuando era él en realidad el que tenía derecho a estar abatido. Sin embargo no, ahora veía en Troilo a un niño triste e indefenso y sentía la obligación de mostrar entereza ante un compañero más débil.
-Me voy a trabajar, Pichuco…No se desanime -le dijo al fin y se dispuso a marcharse.
Salió de la habitación. Pichuco se quedó adentro, al parecer sin fuerzas para ponerse de pie. Durante el trayecto a Caminito, Torcuato puso al tanto de todo lo sucedido a Pinino. Este iba nervioso, transpirando, horrorizado por los sucesos de las últimas horas. Sus pensamientos se amuchaban sin reposo. Lo que más le pesaba era el saber que ese ser tan querido que ahora iba a su lado dejaría de existir en pocos días; la fantasía de Troilo la aceptaba, sí, pero la dejaba para analizarla en otro momento. Cada tanto se encontraba urdiendo en su cabeza algún plan para eliminar a Troilo y salvar al tano, pero enseguida se topaba con la locura y la impotencia. Hasta que llegaron a Caminito y estuvieron listos para tocar, de su boca no salieron más que monosílabos nerviosos.
Parecía que todos los turistas del mundo estuvieran en Caminito. Todo era una fiesta de colores para ellos. Billetes y monedas caían a montones al estuche del bandoneón. Ese día la música sonó más melosa, los fraseos del fueye fueron alargados, vibrados, más libres que nunca, y las cuerdas de la guitarra sonaron notas perfectas, blandas, abiertas, hijas de enajenamientos. Ese día se notó más que nunca la irremediable vejez de los músicos: sus ojos perdidos, las arrugas, los músculos cansados, las espaldas buscando la tierra hacia delante. Durante las tres horas que duró la actuación callejera sólo hicieron un descanso de diez minutos en el que Pinino se quebró en lágrimas apoyado en el pecho de Torcuato, que lo alentaba con palabras encontradas en la impotencia, apoyado contra la baranda que da al río marrón ya sin plata, y ante la mirada apenada de una turista alemana claramente conmovida por la imagen de esos dos fantasmas estrechados en un abrazo hondo. Más allá, una tribu de niños descalzos pescaba desde el techo de un barco oxidado hundido hasta la cabina de mando.
A las cinco de la tarde, como siempre, dieron por terminada la jornada laboral. Comieron ravioles en un restaurante italiano atendido por un chileno y repartieron el ampuloso botín del día sin manifestar contento alguno, enfrascados en locuras individuales que nada tenían que ver con lo material. Sin comer el postre que estaba incluido en el menú, se fueron.
Pichuco esperaba sentado en el cordón de la vereda, al lado del Citroen. Torcuato se lo hizo saber a Pino y éste le pidió que le indicara el lugar preciso donde estaba ubicado Pichuco. Torcuato puso la mano a la altura de la cabeza de la Muerte y le dijo.
-Acá está.
Y Pino, enfermo de rabia, se lanzó como un tigre hambriento sobre el invisible Troilo y fue a caer despatarrado sobre el piso. Lleno de lágrimas, dolor, raspaduras y sangre que brotaba de un ojo y de los labios, propinó a Troilo un sartal de insultos inocherentes; le decía que dejara a su amigo en paz, que qué se creía él para venir a llevárselo sin más. La gente que pasaba miraba la escena estupefacta. Torcuato ayudaba a su amigo a levantarse al tiempo que invitaba a la gente que se detenía para curiosear a que siguiera camino, que no pasaba nada. Pichuco observaba todo sin mover un músculo, fundida su invisibilidad en el cuerpo machucado de Pinino, que ahora denunciaba la presencia excesiva de la ponzoña de las ginebras de hacía un rato. Finalmente, después de respiraciones abdominales profundas, Pino calmó su ánimo. Subieron al coche y salieron, no sin que antes Torcuato oteara el paisaje que lo rodeaba con ojos de coda, como si estuviera despidiéndose para siempre de aquel paisaje particular, pidiendo a gritos el pincel de Quinquela.


Una semana con la Muerte CAPITULO 5

Miércoles. Tercer día

Se despertó con el ánimo con que suelen despertarse los hombres que saben que inevitablemente expirarán en cinco días. El cuerpo pesaba más de lo normal y adentro de su cabeza algo extraño parecía bailar hostilmente. Eran los restos de alcohol que seguían hiriendo. Enseguida el humo de un cigarro desvirtuó el aire ya de por sí manchado. La ventana le mostró un cielo integro por donde pomposas nubes parecidas a ovejas galopaban sin apuros. Sonaban tangos.
Troilo continuaba eternamente sentado y nada parecía perturbarlo en lo más mínimo.
-¿Cómo anda? -le preguntó Torcuato, ya sentado en la cama y fumando el segundo cigarrillo.
-… … -fue la respuesta de la Muerte representada por un gesto abúlico.
-Qué comunicativo que está hoy.
Se resignó y no dijo más nada. Consultó la hora: diez y media. Se levantó, se metió en el baño y al salir se asomó por la ventana. Marcelino no estaba y sospechó que algo malo había ocurrido. Esta sospecha lo perturbó un poco, aunque en realidad estaba sumido en el lógico egoísmo que implicaba el saberse correteando los últimos metros de su vida, y lo demás le importaba poco. Se daba cuenta de eso y sentía cierta culpa. Un mate dulce acarició su cuerpo. Se sentó al lado de Troilo y se lo quedó mirando con la esperanza de recibir aunque sea un gesto lejano. Pero nada.
Torcuato estaba triste ahora:
- Gordo, dígame algo, por favor. Hágame más fácil todo esto.
La Parca giró la cabeza lentamente hasta chocar los ojos con los de Ricciotti.
-¿Qué quiere que le diga…, Torcuato? - con voz arenosa e inerte.
-Algo, no sé… Parece que estoy con un muerto.
-Está con un muerto, Torcuato
-Sí, ya sé, pero me refería a otra cosa. Usted me entiende.
Pero Troilo no dijo nada. Entonces Torcuato fue a buscar el bandoneón y se lo puso nuevamente a su lado.
-Si me toca un tanguito me puedo morir tranquilo, Gordo. No me niegue un tango…, qué le cuesta… Estoy desesperado, gordo.
Pichuco observó el bandoneón detenidamente si expresar ninguna sensación. Pero de repente estiró la mano y a Torcuato se le trazó en el rostro una sonrisa de esperanza; pero no hubo caso, Troilo apenas se limitó a acariciar el instrumento como si fuera una mujer. Luego miró a Ricciotti y dijo:
-No puedo, Torcuato… Guárdelo…, hágame el favor.
-Disculpe la impertinencia, Pichuco…, pero váyase a la mierda.
Torcuato salió de habitación ofuscado y fue hasta la de Pinino. Necesitaba compartir su vivencia con alguien. Pino todavía roncaba cuando Torcuato comenzó a zamarrearlo para despertarlo.
-Ehhhh!!... ¿Qué pasa? –protestó Pinino sin saber dónde estaba, sobresaltado.
-Levantate, Pino. Tengo que hablar con vos -no podía ya más con los nervios, la desesperación ni la angustia.
-Qué rompe pelotas, tano. ¿Qué carajo querés?
-Levantate y te cuento. Es importante.
-No te hagas el misterioso. ¿Qué pasa?
-Necesito que me escuches bien, Pino, estoy mal.
-Tranquilo, tano…Prepará el mate mientras me pego una ducha.
La habitación de Pinino era la más pequeña de la pensión, pero la más habitable. Más allá de ser un sempiterno errante, Pinino cuidaba de su dignidad. Por eso el cuarto estaba perfectamente ordenado y olía casi siempre a lavanda. En una pared colgaba un cuadro de una pareja en su día de boda que probablemente fueran sus padres. En otra, junto a una cruz de yeso, colgaba una foto enmarcada de su hijo luciendo vestimenta militar, tomada poco antes de viajar a Malvinas a morir en nombre de una patria de cretona. El piso de parqué resplandecía y cada rincón estaba aprovechado calculadamente para ganar espacio.
Salió del baño y vio a Torcuato sentado con el rostro ido, pálido y esquelético.
-Dale, contame… ¿qué pasa?
-Pino, vos sos mi gran amigo y sé que me querés tanto como te quiero yo, y eso es mucho…
-No te pongas maricón ahora, tanito. Claro que te quiero, y mucho…. pero dale, decíme… ¿qué sapa? Hace un par de días que estás raro.
-Prometeme que vas a creer lo que te voy contar, aunque sea difícil hacerlo. Creo que si vos me vinieras con una de estas te mandaría a la mierda. Por eso te pido que me creas, porque te juro por nuestra amistad que es verdad.
-Dale, tano, Basta de misterio y desembuchá.
Entonces Torcuato se despachó con un extenso monólogo sobre su encuentro con la Parca que cubrió hasta el último detalle. Y como era de esperar, Pinino tuvo que hacer grandes esfuerzo para no largarse a reír o a llorar, y cuando su amigo acabó el relato y lo miró buscando una palabra de consuelo, se limitó a decir:
-Andá a cagar, tano.
Torcuato se puso de pié, agarró las manos de Pinino y lo miró fijamente.
-Pino, te lo juro.
-Tano…, vos querés que te crea que Pichuco está en tu habitación, que además es la mismísima Parca y que de yapa te me vas a morir el lunes. Estás loco. Perdoname, tano, pero estás loco, y lamento no poder creerte -hablaba como si estuviera seguro de lo que decía, pero había algo adentro suyo que quería creer - Me encantaría, pero no puedo.
-Vení, acompañame a mi habitación a ver si te lo puedo demostrar.
-Tano, dejáte de joder. Vamos a prepararnos que tenemos que ir a laburar.
-Hacéme el favor, vení, acompañame.
-… Dale, vamos.
Fueron hasta la habitación de Torcuato, y:
-¿Dónde está, a ver? -preguntó Pinino, escéptico, como si le estuviera hablando a un niño que asegura haber visto un fantasma familiar.
-Ahí, sentado, mirándonos.
-Dale, tano, dejáte de joder con estas boludeces. Somos gente grande
-Pichuco, -exclamó Torcuato, ahora dirigiéndose a la Muerte- Acá estoy con mi amigo. Le conté todo sobre usted y no me cree. Me haría el favor de hacer algo para que me crea. No sé, una seña, algo.
-¿A quien le hablás, tano? -preguntó Pinino sobrepasado por la situación, que se le antojaba demasiado ridícula- ¿Me estás jodiendo?
-Shh…, pará -y volviéndose a Pichuco- ¿Me hace el favor, gordo?
-Qué esperaba -al fin abrió la meliflua boca Troilo- Es lógico que su amigo no le crea. Debe pensar que usted está loco.
-Por eso ¿Puede hacer algo para que me crea?
Pinino era todo estupefacción y creía que su amigo estaba enloqueciendo.
-Sí, puedo hacer algo -dijo Troilo-, pero su amigo se va a asustar y va a salir corriendo.
-No importa, necesito que me crea.
-Está bien. Dígale que mire esa cuchara -señalando una cucharita que había sobre la mesa.
-¡Ahí va, Pino! -dirigiéndose a su amigo- .Me dice Pichuco que mires la cuchara.
Pese a que todo le parecía un autentico disparate, Pinino miró la cuchara, y cuando esta comenzó a elevarse sola su rostro empalideció, su boca se abrió y formó una mueca boba, sus ojos se agrandaron desencajados, y al fin, cuando la cuchara fue a dar contra la pared como si alguien la arrojase, salió corriendo de la habitación y bajó las escaleras a los gritos.
-Le dije -dijo Troilo a Torcuato- Es normal.
-Bueno, pero al menos ahora me va a creer -musitó Torcuato con ánimo perjudicado.
-No esté tan seguro.
-Gracias por el ánimo que me da.
-No me van las mentiras.
Torcuato no agregó palabra. Se vistió con el mameluco tanguero y fue a mirarse al espejo para contemplarse, lo necesitaba. El espejo le mostró un semblante marcado con yerros y desalientos. Ya no le quedaban fuerzas para más. Volvió, se sentó frente a su muerte, y estuvo buscando en su cabeza alguna palabra oportuna.
-Dígame, gordo… ¿Cómo es la vida después de la muerte?
Troilo lo miró algo desconcertado, permaneció en silencio unos segundos, y respondió:
-No hay vida después de la muerte. Hay muerte después de la vida.
-Es lo mismo. Usted me entiende.
-No es lo mismo, Torcuato…, no lo es.
-Bueno, entonces ¿qué hay en la muerte?
-Nada interesante. Los muertos andamos bogando por un cielo, en barcas tristes, y en silencio -ahora la voz de Troilo parecía ajena, y había un dejo de poesía en sus palabras.
-¿Y se encuentra uno con la gente que conoció en la vida?
-Sí
-¿Sí? Dígame, ¿con quién se encontró? -ahora el ánimo de Torcuato era otro.
-Con mucha gente… Muchos amigos.
-Y dígame, maestro ¿sigue tocando el bandoneón allá arriba?
-No -ahora la Muerte parecía impacientarse- Arriba uno es como una ameba muerta. Solamente se anda bogando, eternamente.
-¿Existe Dios?
-No sea infantil, Torcuato.
Ricciotti iba a decir algo, pero lo interrumpió un grito que llegaba desde afuera. Se asomó a la ventana y vio a Oberlus, que le traía un mensaje: Pinino lo esperaba en el bar “El Chato” urgentemente. Según Oberlus, Pino estaba en estado de shock y no se animaba a subir a la pensión.
Ricciotti se dispuso a salir, y le pido a Troilo que lo esperara ahí, que tenía que hablar a solas con su amigo.
-Vaya nomás.
Antes de abrir la puerta, Torcuato se volvió y miró a Troilo a los ojos.
-Un pregunta, Pichuco. ¿Se encontró con Zita en el cielo?
El rostro de la Muerte se tensó y sus ojos se ablandaron y se mojaron. Torcuato lo percibió y se acercó más.
-Dígame… ¿La encontró?... Responda, vamos -estaba como enojado Torcuato, necesitaba mover algún sentimiento en Troilo.
Pero Troilo no decía nada. Parecía estar a punto de reaccionar inesperadamente. Torcuato se acercó más aún, y con la boca a escasos centímetros del oído de Pichuco, continuó:
-¿La encontró?... ¿Encontró a su amor?
Del ojo derecho de la Parca descendió una lágrima chiquita que fue a posarse en la punta de la nariz. Su cuerpo se encorvó más. Parecía que quería decir algo y no le salían las palabras.
-En un rato vuelvo -agregó Torcuato. Se sentía más fuerte ahora, creía que había tocado el corazón de su muerte y se sentía más entero, aunque era conciente de la inconstancia de su ánimo. Añadió:- Si quiere seguimos hablando.
Torcuato salió de la habitación, y el sonido de la puerta al cerrarse escondió las ultimas palabras de la Muerte envueltas en migajas de voz muerta: “Espero un segundo, Torcuato, por favor, no se vaya así…”

Una semana con la Muerte CAPITULO 4

Luego de tan conmovedor momento, Torcuato fue a limpiarse las lágrimas al baño y después se tomó unos mates en silencio. De repente observó que desde que se había levantado no había fumado ni un cigarro y eso le demostró que estaba realmente mal. Para recuperar el tiempo perdido se acercó a la ventana con el equipo de mate y mirando hacia la calle sin ver nada fumó, uno atrás del otro y casi hasta el filtro, los últimos cuatro cigarrillos que había en el paquete. Cuando se percató de que no le quedaban más, abrió la ventana para llamar a Marcelino pero este no estaba, lo que le resultó sumamente extraño. Pichuco tenía la mirada perdida y golpeaba una lapicera contra la mesa como un autómata. Ricciotti se quedó mirándolo hasta que Victorio lo interrumpió al entrar como pancho por su casa silbando Madreselva.
- Qué hacés, tanito ¿Andás mejor? -preguntó Victorio con un humor envidiable.
El tano metió los labios para adentro al tiempo que levantaba las cejas, y respondía:
- … Acá andamos.
-¡Epa! … levantá ese ánimo, hermano… Estás hecho un viejo choto. Dale, dejáte de joder y acompañame a la calle, a ver si levanto algún numerito.
-No, andá vos, Trucho -Miró a Troilo, que permanecía imperturbable y luego añadió-:… Estoy cansado.
-¿Sabés qué?: Estás hecho un viejo maricón. Yo a los setenta todavía estaba cogiendo. El jueves cumplo ochenta y uno y camino con dignidad, y si te descuidás me echo un polvito en cualquier momento -dijo cariñosamente, Victorio. Le palmeó la espalda y agregó-: Que no decaiga, tanito…
-Tranquilo, Truchito…, no pasa nada -balbuceó Torcuato mientras le devolvía una fraternal palmadita en la nuca.
Hubo un silencio confuso, hasta que Victorio cambió de tema.
-¿Algún numerito para hoy?
Torcuato revisó su bolsillo y encontró una solitaria moneda de un peso. Observó a Troilo, y este lo percibió y lo miró de reojo intentando expresar algo que Ricciotti no comprendió
- Un pesito al cuarenta y ocho a la cabeza, para la Nacional de esta tarde.
- “El muerto que parla”, lindo numero -dijo Victorio al tiempo que anotaba el numero en una libreta. Luego añadió-: ¿El cuarenta y ocho por alguna razón en especial? Es la primera vez que lo jugás.
- … No…, por nada… Se me ocurrió nomás.
Se despidieron como se despiden dos amigos que se quieren mucho y Victorio se fue contento, ahora silbando la melodía de Son cosas Olvidadas. Iba vestido con un pantalón corto color marrón que le llegaba hasta las rodillas y una camisa celeste de manga corta. Calzaba unos zapatos artesanales de estilo carioca que había comprado hacía unos días en la feria de la plaza Dorrego, ahí en el barrio, y que realmente disonaban con el resto de la vestimenta y con él mismo. Por supuesto, iba peinado a la gomina y había apelado a las mismas artimañas a las que solía apelar Torcuato para mantener la cabeza burdamente poblada.
Torcuato, en cambio, estaba lejos de estar contento. Sentía un dolor punzante en el pecho y como ganas de continuar con sus lloros. Se daba cuenta de que su cabeza comenzaba a mirar hacia el pasado, inevitablemente, y eso le confirmaba aún más que su destino era fatal e inminente. Lo de tener a Troilo ahí, a su lado, en el papel de la muerte, comenzaba a no antojársele tan terrorífico. Al menos le habían mandado a Pichuco y eso le pareció una buena manera de irse para siempre. ¿Por qué Troilo?
-¿Y por qué usted? -Le preguntó a la Parca, que continuaba golpeando la lapicera contra la mesa mecánicamente.
Troilo levantó la vista y replicó, con voz remilgada:
-¿Por qué yo qué?
-¿Por qué lo mandaron a usted a buscarme? -repitió Torcuato acercándose a la mesa.
- … No sé…, quizás para que le sea más leve, Torcuato…, qué se yo.
- ¿Y su muerte quién fue, si es que tuvo?
- ¿Mi muerte?
- Sí, su muerte. Escuchó bien, no se haga el sota.
- …Discépolo…, mi muerte fue Enrique -respondió con un dejo de pena y sumido en nostalgias. Luego volvió a su automatismo.
Torcuato se quedó mirándolo un rato largo si saber qué decir, hasta que dijo:
-Me voy a comprar cigarros.
Y salió: el sol castigaba con fuerza y hacia sudar. En la calle preguntó por Marcelino pero nadie sabía nada. El quiosquero le fió tres paquetes de Benson hasta la tarde, se dejó invitar un vino en el bar y volvió a la pensión. Estaba tan ansioso que se tomó otra ronda de mates que duró cuatro cigarrillos. Después se tumbó en la cama. Eran las once de la mañana. Entonces su cabeza fue a visitar la memoria y la nostalgia, y la primera imagen con la que se topó fue con la de su padre: el maravilloso Vitulio Lorenzo Ricciotti. Este tano había llegado de Ancona en el 24, echado a patadas por el fascismo debido a sus aspiraciones a un mundo mejor, y se había instalado en Carmen de Patagones, la frontera sur de la provincia de Buenos Aires. Tenía 17 años entonces; había dejado mucha hambre y guerra a sus espaladas y quería olvidarse de todo. Comenzó a trabajar de mecánico durante los días de semanas y como violinista de una orquesta Característica -que era un tipo de orquesta que interpretaba, además de tango, rancheras, paso dobles, fox trot, valses, y lo que fuera necesario de acuerdo a las exigencias del público- los fines de semana. Se enamoró de Concepción Jiménez, una aragonesa simpaticona, se casó con ella, se mudaron a Bahía blanca, y fueron felices hasta el año 36, cuando Concepción murió al dar a luz a Torcuato. Desde entonces, y a pesar de estar infestado de dolor, Vitulio se entregó con amor y responsabilidad a su hijo, y nunca más tocó una mujer. Cuando Torcuato cumplió ocho años su padre le regaló un bandoneón Premier -el que todavía llevaba consigo- pero recién a los quince se puso a estudiar con un curso a distancia; y enseguida demostró que tenía bastante talento. El suficiente como para que un año después nomás, formara un trío con su padre y un pianista excepcional que no llegaría más lejos por su posesivo amor al whisky y a las meretrices. Su padre le había enseñado los tres mandamientos fundamentales para estar en armonía con la vida y ser un buen hombre, según él: solidaridad con los menesterosos, libertad, y amor y respeto a los animales… Hijo y padre vivieron juntos hasta que este último se murió, en el año 74. Torcuato era ya un hombre de 38 años, nunca había tenido una mujer más allá de aventuras casuales o abonadas, y la muerte de su padre lo hundió en una profunda tristeza. Después de un año confuso, vendió la casa y viajó a Buenos Aires para nunca más volver. A los tres días de haber llegado a la gran ciudad conoció a Pinino en un cabaret, y desde entonces eran como hermanos.
A las doce y media en punto se asomó Pinino por la puerta.
- Vamos, tano, a laburar. Cambiate que te espero en el auto -y se fue sin decir más.
Muy a su pesar, Torcuato se levantó, y sin dirigirle siquiera la mirada a Pichuco se disfrazó de músico de tango: camisa negra, pantalón negro, zapatos negros, pañuelo blanco al cuello y sombrero. Agarró el fueye y vio que Troilo también se preparaba para salir.
-¿Adónde va usted? -le preguntó
-Con usted -respondió Pichuco, impasible, mientras se ponía la capucha.
-¿Y para qué se pone la capucha? Ya está, quédese así como está. Al menos me parecerá menos terrible.
-Andan otras muertes dando vueltas. Si me ven sin capucha son capaces de buchonear. En este ambiente también está todo podrido.
A Ricciotti le pareció todo un auténtico absurdo y salió sin importarle que hiciera o dejara de hacer la Muerte. Bajó las escaleras lentamente, calculando cada paso y tomando aire cada tres escalones y fue hasta el Citroen, que de tanta carga que tenía parecía estar a punto de rendirse. Adentro había un equipo de sonido que funcionaba a batería, además de herramientas y cientos de chucherías que Pinino siempre se olvidaba de quitar. Disimuladamente, Torcuato quiso abrirle la puerta a Pichuco, pero no fue necesario ya que este se transparentó y la atravesó como si fuera un fantasma. Torcuato sintió miedo, pero enseguida se recuperó.





El Citroen salió con una maniobra arriesgada y tardaron más de media hora en llegar a La Boca. Durante el trayecto Pichuco había permanecido con la frente apoyada a la ventanilla, mirando el paisaje que parecía traerle recuerdos y confusiones. Torcuato había intentado evitar mirarlo para no levantar sospechas en Pinino. Ahora, mientras armaban los equipos en el límite sur de Caminito, al borde del río, delante de un puerto olvidado, de barcos oxidados y casas lejanas y pobres, a Torcuato lo invadían los nervios. La idea de tocar el bandoneón con Troilo cerca no le agradaba para nada, y creía que ya no se acordaba nada de lo que sabía, que agarraría el fueye y no sabría qué hacer con él.
Acomodaron las sillas, pusieron el estuche del bandoneón para que los turistas dejaran monedas o en el mejor de los casos billetes, y se sentaron. Torcuato disimulaba los nervios como podía, siempre fumando. Antes de empezar a tocar buscó con la mirada a Troilo y lo encontró a los lejos, observando atónitamente un chorizo que comía un turista teutón.
-¿Con qué arrancamos, tano? -le preguntó Pinino.
-Arranquemos con “Volver”
-¿No te parece un poco amargo? ¿Qué te pasa, tano?... Arrancá con “Mala Junta”, “Tierra querida”…, qué se yo…, un tango de verdad.
Torcuato no le hizo caso y comenzó a tocar las primeras notas de Volver, por lo que a Pinino no le quedó otra que acompañarlo. Enseguida los turistas los rodearon y comenzaron a escucharlos y a observarlos como si fueran dos extraterrestres. Antes de que acabara el tema ya caían monedas y billetes. Porque bien cierto es que Pinino y Torcuato eran un dúo extraordinario. Se complementaba perfectamente: Pinino ponía todos sus conocimientos armónicos y su destreza técnica y Torcuato aportaba una gran sensibilidad y coherencia en el fraseo, aunque ahora se le notaban los nervios: erraba algunas notas y el fraseo era más bien demagógico.
Caminito destellaba en colores: amarrillo, rojo, azul, verde, marrón, gris, todos. El aroma era de carne asada, garrapiñadas y una huella mierdosa que llegaba desde el Riachuelo. Cientos de personas paseaban por la feria artesanal o comían en las veredas de los restaurantes. Desde los balcones, los caricaturescos muñecos de cera del Ché Guevara, Gardel, Evita, Perón, Maradona, y hasta del mismísimo Troilo, saludaban a la multitud que pasaba por debajo. Los japoneses fotografiaban todo, los Yankees destilaban mediocridad, los franceses miraban todo como con desdén y los brasileros parecían estar preguntándose qué hacían ahí teniendo las playas que ellos tenían. Era todo color y se movía mucho dinero, aunque a pocas cuadras, hacia cualquier punto cardinal, hubiera gente viviendo en el olvido.
Una de las increíbles e irrevocables condiciones que había puesto Pinino para tocar en la calle era la de no recibir dinero de turistas ingleses bajo ningún punto de vista. Y el motivo principal de dicha condición era que los ingleses se le habían llevado a su hijo en la patética guerra de Malvinas. A Torcuato le había parecido una verdadera locura, pero conciente de la terquedad de su compañero, y respetuoso de sus sentimientos, aceptó. Entonces, cuando algún anglo dejaba una moneda, enseguida Pinino se levantaba y se la devolvía sin decir palabra, y si el turista preguntaba el por qué de dicha reacción, respondía que nada que saliera de su corazón -como su música- estaba dirigido a los ingleses, que según él eran la peor de todas las lacras. Una vez un grupito de tres tipos ingleses que iban bastante borrachos dejaron unas monedas con cierto desprecio y tomaron muy mal la negativa de Pinino a aceptarlas, tanto que patearon el estuche del bandoneón y las monedas terminaron desperdigadas por todas partes. Con tanta mala suerte para los británicos que en ese mismo momento pasaban por ahí unos muchachos de la barra brava de Boca Juniors que lo habían visto todo y eran amigos de Pinino. Este les hizo una seña y los muchachos se acercaron. Y todo terminó en un riña despareja. Dos de los ingleses terminaron en el río y tuvieron que ser rescatados, y el tercero perdió dos muelas y se le fue la borrachera como por ensalmo.
A las cinco de la tarde decidieron levantar campamento. Había sido un buen día: trescientos pesos. Pichuco andaba perdido entre la multitud y en ningún momento había dirigido la atención a Torcuato, cosa que a este lo había tranquilizado a la hora de tocar. Pero le resultaba angustiante estar perseguido por esa dualidad contradictoria que era la muerte representada en Troilo: por un lado ese personaje tierno que emanaba su simple nombre e historia y por otro esa ameba insensible y crucial que era ahora. Sin embargo recordó el gesto que había tenido Pichuco en la pensión cuando le había dado un par de palmaditas a manera de consuelo y se dijo que al menos había demostrado algún sentimiento… Cargaron los aparatos en el Citroen y antes de partir fueron a comer a un bodegón especializado en bondiola. Durante la comida Torcuato estuvo a punto de contarle todo a su amigo, pero prefrió dejarlo para otro momento. Pichuco no aparecía y pensó que a lo mejor lo perdía de vista para siempre. Pero no, cuando fueron hasta el auto dispuesto a marcharse, lo vio echado sobre la butaca trasera, observando con mirada impasible una foto suya que decía “The Best Bandoneón of Buenos Aires”
Llegaron a la pensión, bajaron los bártulos y Torcuato le pidió el auto a Pinino.
-¿Adónde vas ahora? -preguntó su amigo.
- A lo de Margarita. Vuelvo en un rato.
- ¿Hacemos un truco a la noche?
- Vemos…
Troilo se cambió a la butaca de adelante, y salieron.
Después de media de hora de andar a paso de tortuga por la gran ciudad, Troilo abrió la boca:
-¿Adónde vamos?
-A lo de Margarita. Una amiga.
-Hace bien.
-¿Por?
-Hay que morir con las cuentas claras.
-Gracias por recordármelo… ¿Acaso usted quedó debiendo algo?
Troilo no respondió y continuaron en silencio hasta el barrio de Morón, que es donde vivía Margarita, la paraguaya. Llegaron hasta la casa y Torcuato le pidió a la Muerte que lo esperara en el auto. Pichuco aceptó.
Torcuato y Margarita habían sido amantes apasionado veinte años atrás, después habían pasado a ser novios respetuosos, y ahora eran buenos amigos que de vez en cuando se revolcaban, a la manera de ellos. La paraguaya era diez años menor que él, y era una mujer hermosa; se había enamorado de Torcuato locamente, y este te ella. Fueron felices durante varios años. Después la salud de Ricciotti comenzó a decaer hasta que le quitaron el pulmón y vinieron los problemas de impotencia. Margarita lo soportó y lo acompañó hasta donde pudo. El sexo pasó ser un trámite quincenal y pronto mensual, y dependía siempre de la suerte de Torcuato. Esto comenzó a sumirlo en una depresión. Probó con el Viagra, pero no hubo caso. Después un amigo le aconsejó que comiera frutos secos, que venía bien en tales casos, y se lo tomó a pecho, tanto que fue a parar al hospital con las tripas desmanteladas después de haber tragado medio kilo de avellanas, medio de nueces y doscientos gramos de maní en tan sólo una tarde, consiguiendo que casi se le pare el corazón en lugar del órgano al que iba dirigido tamaña ingesta. Finalmente el sexo terminó siendo oral y digital, y vale decir que Torcuato se convirtió en un experto en el tema y que Margarita no estuvo nunca dispuesta a renunciar a tan valiosas destrezas, al igual que su ambicioso clítoris. Ante todos, entre ellos existía un extraordinario mutuo respeto y se querían sanamente. Margarita hacía rato que tenía otros amantes, y Torcuato lo sabía y lo aceptaba como algo normal, aunque con cierta resignación y con el orgullo algo machacado.
Conversaron durante un par de horas pero el tema de la muerte no se tocó. Bebieron y comieron pizza y de postre queso y dulce y café. Después, como casi siempre, Torcuato la hizo gemir con su lengua y a medianoche se despidieron con un abrazo profundo… Subió al Citroen e ignoró a Troilo hasta llegar a la pensión. Se sentía de mejor humor, y sabía que había una fuerza extraña que no lo estaba dejando caer en las simas de la desesperación. Entraron a la habitación y Torcuato llamó a sus amigos para jugar a las cartas y tomar unos vinos. Troilo se tiró en la cama y se entregó a cavilaciones misteriosas. Los cuatro amigos estuvieron hasta las tres de la mañana meta truco, cháchara y anécdotas del pasado. Luego sus amigos se fueron a dormir y Ricciotti quedó sentado y pensativo durante un tiempo enorme, mezclando los naipes sin darse cuenta. La Parca lo observaba. De pronto Torcuato se despabiló y se encontró con la mirada de Troilo. Miró los naipes, volvió a mirar a la Muerte, y dijo:
-¿Se juega un chinchón, gordo?
Troilo se levantó lentamente, se acercó a Torcuato, apoyó la mano en su hombro, y respondió.
-Vaya a dormir, Torcuato…, va a ser lo mejor.
Torcuato no dijo nada.
Mañana es miércoles, pensó, “me quedan cinco días nomás”.
Se fue a acostar y antes de dormir se le ocurrió una idea. Si Troilo era la misma Muerte y estaba encaprichada en llevárselo, él se encapricharía aun más y lucharía para volver a Pichuco a la vida, al menos un rato, y rescatar a ese personaje tan entrañable que ahora era un fantasma insípido.
Se durmió y esa noche soñó que era joven.



Una semana con la muerte CAPITULO 3

Martes. Segundo día.


Cuando Torcuato volvió en sí la radio vomitaba el tango El pollo Ricardo interpretado maravillosamente por la orquesta de Leopoldo Federico. Porque en la pensión Galicia, de lunes a lunes, desde las ocho de la mañana hasta que el último que se iba a dormir -generalmente nunca antes de las cuatro de la mañana-, apagara la radio, se escuchaba tango, como si tan hermosa música formara parte de la naturaleza del aire que se respiraba. Inclusive el gallego José no podía ya prescindir de los encantos de las melodías de Buenos Aires, y cuando alguno de sus inquilinos se despertaba más tarde de lo habitual era él quien se encargaba de musicalizar la atmósfera: siempre tango, cualquier otra música ni siquiera era considerada con respeto, excepto el folklore, aunque únicamente cuando era interpretado por Alfredo Abalos. Una vez al gallego se le ocurrió poner -flameando trapo ibérico- un impune disco de tango de Julio Iglesias, pero tuvo que desistir antes de que acabara el primer tema debido a que los cuatro habitantes de la pensión se revelaron de inmediato y al unísono con agravios groseros; incluso Cornelio, con su aparente eterno mal humor, lo amenazó con prenderle fuego la pensión con él incluido adentro sino quitaba ese mamarracho de disco urgentemente
Los cuatro amigos, José, y todo el sartal de personajes novelescos que merodeaban alrededor, eran el tango en su máxima expresión, al menos en estos tiempos tan desmembrados de identidad en que les tocaba vivir. Ellos eran la resistencia, los que en un futuro la historia denominaría “Tangueros tardíos. Mientras el resto del mundo gastaba sus horas enclavados en superficialidades y preocupados por los avatares de la vida de la farándula televisiva y las flatulencias parlamentarias que lanzaban o dejaban de lanzar sus gobernantes, estos cuatro militantes del pasado todavía gimoteaban al escuchar un tanguito y pugnaban por rescatar los valores con los que habían sido forjados, que ciertamente no eran envidiables.
Despabilado completamente, Ricciotti se sorprendió al encontrarse acostado en la cama, ya que lo último que recordaba era haberse caído despatarrado cuando la muerte se había quitado la capucha. ¿Había sido un sueño, o la Parca era el mismísimo Troilo? No, no había sido un sueño, y lo comprobó al otear su morada y ver a Pichuco sentado en la silla hojeando el único libro que tenía Torcuato: “El ojo de la patria”, de Osvaldo Soriano. Se quedó observándolo un rato largo: triste, solitario y final. Es sabido que en el mundo de los muertos se conserva la última imagen que se tuvo en vida, por lo que la figura de Troilo no era del todo saludable: una inmensa papada parecía desprenderse de su rostro como si fuera una bestia con vida propia que batallase por alcanzar la tierra; los ojos miraban con melancolía hacia ninguna parte y el color de su piel era de un blanco, nunca mejor dicho, cadavérico. Pese a parecer estar resignado a tamaña fantasía, Torcuato se propinó un par de sopapos por si acaso estuviera delirando; pero no había nada que hacer.
Para contrarrestar el miedo, decidió actuar con ficticia frialdad e indiferencia hacia Troilo. Así que se levantó como si nada novedoso ocurriese en su vida y lo saludó con amabilidad, “Buen día”, y se metió en el baño. Troilo devolvió el saludo con un gesto ambiguo y siguió sumergido en el libro. El espejo del baño le mostró a Torcuato su imagen lastimosa y algunas lágrimas incontenibles que reptaban sobre su arrugada piel ganadas por la fuerza de la gravedad; que en yunta con la solemne cicatriz que atravesaba su pecho conformaban un retrato vencido. La muerte estaba ahí afuera y ahora sólo le quedaba entregársele con dignidad y entereza, por más difícil que resultase la empresa. Terminó de acicalarse, respiró hondamente varias veces, y salió del baño con una leve sonrisa mentirosa y apesadumbrada. Puso el agua para el mate y miró la hora: las ocho y media. Hacía décadas que no levantaba tan temprano. Será, se dijo, que ya no hay horas que perder. Mientras ponía la yerba en el mate y esperaba que el agua estuviera a punto, fue por un instante conciente de los sonidos del mundo: el eterno tango, el silbido de afinación desvergonzada de Cornelio sobre cada melodía y su martillo y sus zapatos, y todo el enjambre de canciones de hierro y carne que provenían de afuera.
Luego se sentó frente a Pichuco y, siempre en voz baja para que nadie creyera que estaba hablando solo, le ofreció un mate.
-No, gracias -respondió la eminencia- Yo no bebo, ni como, ni duermo, ni nada. Soy su muerte.
Y no dijo más nada. La parca y la guadaña le conferían cierta ridiculez.
Al cabo de muchos minutos que parecieron siglos, Torcuato abrió la boca:
-¿Y piensa estar sentado ahí sin dirigirme la palabra?
-No vine a dirigirle la palabra, vine a esperar a que llegue su hora.
-Y por qué una semana antes, si se puede saber -muy nervioso Torcuato ahora, con un dejo de tartamudeo.
-Para que no lo agarre de sorpresa -la voz de Pichuco no tenía alma.
-¿Y me va a seguir a todas partes?
-Sí, y tómeselo con calma porque es inevitable -ahora la voz de Troilo resultó macabra.
-¡Explíqueme cómo carajo hago para tomármelo con calma sabiendo que me voy a morir en una semana -golpeó la mesa con el puño y miró con firmeza a la Muerte, que mostraba una impasibilidad de hielo. Luego su ánimo se quebró, y continuó-: Discúlpeme que le hable así…, estoy desesperado…, y siento mucha emoción al verlo a usted… ¡Pichuco querido!
-No se emocione tanto, Torcuato, no vale la pena. Yo ya no siento nada y no soy más que una sombra de la sombra de mi sombra.
Torcuato no pudo agregar palabras. Se sentó pesadamente, apoyó los codos en la mesa y descansó su cabeza sobre las palmas de la mano durante un buen rato. Luego hubo cruzamientos de miradas cómplices a las que no sucedieron palabras. Pichuco volvió al libro y Torcuato tomó varios mates abstraído completamente. De pronto, por la radio se escuchó un bandoneón inconfundible, el de Troilo, y Torcuato miró a la Muerte en busca de algún gesto, pero esta ni se mosqueó.
-¿Oye? -preguntó Torcuato llevándose el dedo índice al oído. Siempre hablando a bajo volumen.
-¿El qué? -preguntó la Parca
-La música… Ese es usted; un tango suyo, Milonguero Triste…, una joya.
-¿Y qué quiere que le haga?
-…
Ricciotti sintió como su corazón comenzaba a temblar. Le era difícil aceptar que el hombre que estaba frente suyo fuera Pichuco y que resultase ser un ser tan frío al que nada parecía quitarle un gesto, cuando todo el mundo que lo había conocido decía que el Gordo Troilo había sido uno de los personajes más sensibles, entrañables y simpáticos del mundo, al que todos adoraban. Sin embargo sí, esa aparente tumba sentada enfrente era él, el gordo, no cabían dudas…, y estaba ahí, inmutable y parco, al alcance de su mano, leyendo un libro que poco tenía de frialdad, acompañándolo en sus horas últimas.
Estaba confundido y aterrado. No sabía qué decir. Si tenía que aceptar esta muerte -pensó- la aceptaría, pero al menos que fuera al lado del Pichuco que imaginó siempre.
-¿Qué le parece el libro? -le preguntó por preguntar después de un rato.
-Me hubiera gustado leerlo cuando estaba vivo -fue la respuesta seca e inmediata de la Parca.
No dijeron más nada y cada uno siguió con lo suyo. Al rato apareció Pinino sin pedir permiso y Torcuato se puso muy nervioso.
-¿Cómo andás, tanito? ¿Mejor? -preguntó con ánimo rozagante. Estaba vestido emperifolladamente y su cara lucía una afeitada puntillosa. Por un momento un fuerte aroma de perfume francés fabricado en Paraguay invadió el aire.
-Sí…, sí…, estoy bien -respondió y miró alternadamente a Troilo y a su amigo un par de veces y enseguida corroboró otra vez que era él el único que veía a la Parca, el único que iba a morir pronto.
-¿Qué te pasa que mirás para todos lados?
-¿No ves nada vos? ¿No notás como una energía en el aire?
Pinino lo miró como si se estuviera volviendo loco y dejó ver en su rostro un gesto de real preocupación.
-¿De qué carajo me estás hablando, tano?
-Nada…, nada…, dejá.
-Tano, desde ayer que te noto raro, no me vengas con giladas. Esta tarde vamos a laburar sí o sí. La ciudad está llena de gringos y están soltando vento.
Torcuato sacó la billetera del bolsillo y comprobó su vacío, así que no le quedó otra.
-Bueno, vamos…, no me queda otra, estoy seco.
-¿Qué te pasa, tano? Estás hecho una caquita.
-Después te cuento, Pino… Es de no creer. Pero no te preocupes. ¿A qué hora vamos?
-A la una, ¿te parece? Pero cambiáme el ánimo, por favor. A ver si hacemos algún mango para comprarle algo a Victorio, que el jueves es el cumpleaños.
-Me había olvidado completamente.
-Contáme qué te pasa, no me dejes con la intriga.
-No pasa nada, Pino, andá tranquilo.
-No te creo, pero bueno, vos sabrás… A las doce y media te paso a buscar, ahora me voy a visitar al pibe…Ah! otra cosa, me olvidaba: ¿Podemos festejar el cumpleaños de Trucho acá? No vamos a ser más de diez; estoy organizando una fiestita sorpresa.
-Para qué me preguntás si sabés que te voy a decir que sí.
-Te quiero, tano…Nos vemos después.
Le dio un beso en la frente y se fue a visitar al pibe, que no era otra cosa que un hermoso potrillo -de nombre Rocinante- que había comprado hacía poco y que según él prometía victorias en las pistas de Palermo y San Isidro. Torcuato cerró la puerta y se quedó cavilando un rato con la mano en el picaporte y la frente apoyada en el marco. Luego se dio vuelta y de refilón observó su sombra en el suelo, y por su forma supo por enésima vez que estaba en la recta final de ese sendero maravilloso y rocoso que es la vida. Cambiando súbitamente el ánimo y de carácter, apoyó sus manos en las caderas, miró a la Parca como se mira a alguien con quien pareciera imposible entablar una conversación que rayase con la coherencia, fue hasta el placard, sacó el bandoneón y se lo puso al lado como invitándolo a tocar.
-Me imagino que no se habrá olvidado de tocar el fueye -le dijo socarronamente.
La Muerte se quedó un rato largo observando el instrumento, sin cambiar en lo más mínimo la actitud sosegada y gélida que mantenía desde hacía una hora, y volviendo la mirada a Torcuato con una total ausencia de emoción, le respondió.
- Guárdelo…, Torcuato…, guárdelo…
-Tóquese algo, Pichuco, por favor. Al menos si me va a llevar para arriba cúmplame el sueño de mi vida.
La Parca tardó en responder, pero lo hizo:
-¿Qué sueño?
-Hace mucho hice una promesa que no me moriría sin escucharlo, y cuando llegué a Buenos Aires para cumplir ese sueño fue demasiado tarde…, usted se había muerto.
-Sí, y continúo muerto, Torcuato. Y que yo sepa, los muertos no tocan el bandoneón -Pichuco continuaba con su voz carente de inflexiones.
-Usted sí puede, Pichuco -ahora Ricciotti parecía un niño pidiéndole un chupetín a su padre, olvidado de su drama- …, usted lo inventó, gordo…Toque Sobre el Pucho…, por favor.
-…Guarde el fueye, Torcuato… No se desanime.
Torcuato dejó de insistir y sí que se desanimó. Luego, sin querer rozó el brazo de Pichuco y se sobresaltó al comprobar que no estaba desmaterializado.
-¿Pero cómo…, no era que usted estaba…
-Sólo cuando yo quiero, Torcuato -interrumpió el adalid del bandoneón y no agregó nada.
Entonces Torcuato le pidió permiso con un gesto, lo abrazó, y se quedó durante un tiempo inmenso acariciándole la cabeza apoyada en su pecho, agradeciéndole por el simple hecho de ser o haber sido Troilo, el más grande de todos. Pronto de sus ojos brotaron lágrimas que fueron el preámbulo de un lloro aniñado y abatido. Troilo miraba hacia el horizonte con ojos vacíos, impávido, con la guadaña apoyada en el suelo, quizás sintiendo las lágrimas de Torcuato humedecer su cabeza.
Finalmente, con la hilacha de voz que le quedaba, Torcuato masculló:
-No me quiero morir, gordo.
Entonces Troilo lastimó al fin su lúgubre frialdad: levantó la mano y le palmeó cálidamente el hombro al tiempo que decía:
-Lo siento…, lo siento mucho…, Ricciotti.



Una semana con la Muerte CAPITULO 2

Eran alrededor de las siete de la tarde cuando a Torcuato lo despertó el ruido que emitía un puño golpeando la puerta insistentemente, cosa que lo sorprendió mucho, ya que ni Pinino, ni Cornelio ni Victorio habían tenido nunca ese detalle antes de entrar a su cuarto -código aceptado por los cuatro, que nada tenían que ocultarse entre sí-. “Pase”, dijo Torcuato sin levantarse de la cama. Pero no obtuvo respuesta, sino otro golpeteo, esta vez más intenso. Encendió un cigarro, se levantó de la cama, se acomodó el pelo con saliva y se acercó a la puerta “¿Quién es?” preguntó, pero tampoco llegó respuesta alguna. Miró a través de la cerradura pero apenas alcanzó a distinguir una imagen borrosa. Entonces abrió la puerta y lo que vio lo asustó tanto que le hizo perder la conciencia. Retrocedió trastabillado y terminó apoyado en la mesa, con una mano en el pecho para intentar calmar el violento repiquetear de su corazón espantado, y la boca extremadamente abierta pugnando por introducir oxígeno a su famélico pulmón. Frente a él, parada altivamente, dentro de sus posibilidades, se encontraba la Parca. Creyendo que era una broma de mal gusto de alguno de sus amigos, Torcuato exclamó “La puta que te parió, casi me muero del susto…, sacáte ese disfraz, hacéme el favor”, pero la Parca ni se inmutó y parsimoniosamente entró al cuarto. “Casi me muero…, qué cagazo”, repitió Torcuato todavía convencido de que había sido una broma, y fue a poner el agua para el mate. La Parca se sentó en la cama, y dijo con voz fúnebre, ronca y sin inflexiones, “Me estaba esperando, y acá estoy”. Entonces a Torcuato se le erizaron todos los pelos del cuerpo, ya que no pudo asociar esa voz a ninguna otra conocida. Miró a la Parca intentando verle el rostro, pero sólo distinguió un ojo que se perdía en la lejanía. Estuvieron un rato largo observándose: la Muerte inmutable y sosegada, y Torcuato petrificado debido a la pavura que se había apoderado de su existencia. La Parca, como toda muerte, y como su nombre lo da a entender, vestía con una parca negra que le llegaba hasta los talones y una capucha que ocultaba su rostro tras una oquedad que parecía no tener fin; llevaba una guadaña algo deteriorada y calzaba una suerte de pantuflas,… De repente Torcuato pareció enojarse y corrió a desenmascarar al todavía supuesto bromista, pero en lugar de materia, se encontró con un cuerpo desmaterializado y el envión que había tomado lo hizo aterrizar planchado en la cama, quedándole el difuso cuerpo de la Muerte mezclado dentro del suyo. Sin titubear, salió corriendo aterrorizado… Bajó las escaleras lo más velozmente que pudo, intentado gritar sin conseguirlo. Se agitó mucho, tanto que al llegar a la puerta de calle se ahogó y escupió bilis mezclada con tabaco y tal vez pedazos de pulmón sobre una maceta que sostenía un helecho moribundo… Cuando estuvo en la calle miró con desesperación hacia todas partes en busca de una ayuda indefinida, pero enseguida desechó la idea, ya que decirle a alguien que se le había aparecido la Parca daría lugar a que lo consideraran un loco de remate…. Oberlus, un borracho perdido, que era el correveidile del barrio, justo pasaba por la pensión cuando vio el semblante aterrado de Torcuato. “¿Qué pasa, Ricciotti?, preguntó. “Nada…, nada”, respondió Torcuato y salió caminando hacia la avenida Independencia como podría haberlo hecho hacia cualquier otro lugar. “No puede ser…, estoy alucinando”, se decía a sí mismo mientras caminaba sin mirar el camino…, “es un sueño…, eso…, es un sueño que parece realidad. Enseguida me despertaré”… Por un instante consiguió realmente persuadirse de que estaba alucinando, debido, creía él, a que ese día había pensado mucho en la muerte y cuando se piensa mucho en algo se consigue caer en sus tormentos. Pero la había visto, y eso era innegable, y también había intentado tocarla y se había encontrado con un cuerpo inmaterial. Comenzó a temblar y un sudor frío le lustró el cuerpo. Llegó a Independencia y dobló en dirección al río. A mitad de cuadra entró en “El Chato”, un bar de mala muerte cuyo nombre homenajeaba a su dueño, el Chato, un enano de gaznate oculto y nariz con forma de morrón. Sin saludar a nadie pidió vino tinto. Los parroquianos se miraron desconcertados por la actitud de Torcuato, que era un hombre amable y respetuoso que jamás privaba a nadie de un saludo cordial; pero nadie se animó a hacer comentarios porque además de desconcierto sentían preocupación por un hombre evidentemente conmovido. Ricciotti se tomó cuatro vasos de vino acodado en la punta de la barra, con la mirada perdida y con un pañuelo en la mano que usaba para secarse el rostro continuamente. Pagó, se despidió con un saludo distante, salió a la calle y siguió caminando hacia el este. A los pocos metros escuchó la voz de Marcelino que le gritaba desde atrás. Detuvo la marcha y esperó a que el niño lo alcanzara.
-¿Me va a invitar a comer, Torcuato?”, preguntó el niño cuando estuvo a dos pasos; pero al ver la imagen pálida de su amigo, agregó-:¿Qué le pasa, Torcuato…, se encuentra bien?.
-… Este…, sí…, sí…, no te preocupes, querido… Tomá -sacó veinte pesos del bolsillo- andá a comer con tu mamá, yo me tengo que ir, después hablamos.
Sin decir más, continuó caminando. A los diez metros volvió la mirada hacia atrás y vio a Marcelino clavado en medio de la vereda, mirándolo tristemente, como se mira a un amigo enfermo. A su lado, Camilo, mimetizado con su amo, ladraba un sollozo apenado… De tan desesperado que estaba, Ricciotti cruzó la avenida Paseo Colón sin mirar a los costados, lo que le valió que un taxista se acordase no muy amenamente de su hermana, su madre y hasta de su tía, al tiempo que lo esquivaba con un volantazo oportuno. Llegó hasta el río sin haber sido conciente del camino elegido que lo había conducido hasta ahí, y miró hacia el norte, y hacia ahí encaminó a paso quedo, bordeando el río…, y llegó, como llega un cadáver a la pira, con apenas un par de gestos denunciando vida, al aeropuerto. Se apoyó en el malecón y se quedó mirando hacia el oriente, con el cerebro bloqueado, siguiendo la luz de un barco que bogaba sobre agua podrida.
El frío sudor continuaba. Más allá de que se había convencido de que la Parca en sí misma, tal como la había visto, no había sido más que una alucinación, no era tonto: que la muerte estuviera cerca no se le antojaba en absoluto incoherente con su estado de salud decadente. Algo en su cuerpo hacia rato que venía quejándose.
Eran las diez de la noche cuando pensó en volver a su morada, pero enseguida el terror lo frenó. “¿Y si está ahí? ¿Y si es verdad?, se preguntó horrorizado… “No seas boludo”, se respondió a sí mismo, “¿Cómo voy a creer que es de verdad….Fue una alucinación…, fue un sueño”. Aparentemente con estas palabras se había persuadido definitivamente, pero en lugar de dirigirse a la pensión, prefirió tomarse un colectivo hasta el Obelisco. Caminó un par de cuadras por calle Corrientes sin enterarse de nada, indiferente a los empujones de la gente y a sus quejas, y se comió un par de porciones de pizza con fainá en la mítica pizzería Banchero. Después se metió en un cine de la calle Lavalle a ver una película elegida al azar.
Mientras tanto, en la pensión, en la habitación de Torcuato:
-Ché, estoy preocupado por el tano, hoy a la tarde lo vi mal…, ni siquiera quiso venir a laburar -decía Pinino.
-Debe estar con la paraguaya -dijo Cornelio
-Es raro, no sé…, dejó la puerta abierta y las luces prendidas…Algo pasó.
-No te preocupes, Pino, ya va a venir. Es grande.
-Sí, no te preocupes -intervino Victorio- Hagamos un “truco gallo” hasta que llegue.
-¡No seas hijo de puta, ché!…, estamos preocupados por el tano y vos querés jugar al truco. Un poco de respeto -rezongó Pinino, siempre con aspavientos.
Los tres estaban de pie, dando vueltas por la habitación, buscando alguna pista para saber el paradero de Torcuato. Ninguno de los tres podía ver a la Parca, que estaba sentada en la cama, con la guadaña apoyada verticalmente en el suelo y el mentón apoyado sobre la misma, oteando la calle desde la ventana con actitud impertérrita.
-Voy al bar a buscar a Oberlus, a ver si sabe algo -dijo Pinino y salió a la calle.
Llegó al bar y, efectivamente, encontró a Oberlus -cuyo nombre real era Facundo, pero había tenido la desdicha de que un falso intelectual del barrio le pusiera tamaño sobrenombre en alusión a un personaje de una novela que narra la historia de un hombre-iguana monstruoso que tiene la mitad del rostro deformado, como el suyo, que mostraba un perfil izquierdo diezmado por un viejo y fatal acné-. Como siempre, el correveidile deambulaba por el bar en busca de chimentos.
Le hizo una seña para que se acercara y lo esperó en la puerta.
-Qué tal, Oberlus. ¿Vistes al tano, por casualidad? -inquirió Pinino.
-Lo vi esta tarde…, estaba arruinado, nervioso. Qué, ¿no apareció todavía?
-No
-Si sé algo, te aviso.
Se despidieron. Pinino se quedó en la vereda fumando un cigarro, mirando en todas direcciones para ver si en una de esas aparecía su amigo; y luego de un rato volvió a la pensión y aceptó la propuesta de Victorio de jugar un truco gallo. Eran las once y media de la noche.






En la pantalla se leía “Fin” y ya una música madurada daba lugar a los créditos, cuando Torcuato reaccionó después de dos horas -tiempo que duró la película- de haber estado cavilando acerca de la muerte, ausente de todo lo que sucedía a su alrededor. De la película se acordaba más nada que poco, apenas que era francesa y que el actor principal, del cual ni sospechaba el nombre -Daniel Auteuil, por cierto-, le había parecido un actor de los denominados, en la jerga porteña, “del carajo”. Salió del cine en estado de decadencia. Su cabeza era un remolino inconsecuente de pensamientos, tristezas y melancolías. Ya a esa altura sospechaba que en eso de la aparición de la muerte había algo de verdad. Tomó un taxi hasta Independencia y Bolívar, y desde ahí caminó muy lentamente hasta la pensión. Antes de abrir la puerta de calle se fumó un cigarro y antes de entrar miró al cielo y dijo, en voz alta: “Que sea lo que dios quiera”. Subió la escalera y antes de abrir la puerta de su habitación resopló en procura de aire para avivar su caduco pulmón. Entonces escuchó un grito que provenía de su habitación: “¡Flooor se ha dicho, carajo!”. Agarró el picaporte y fue abriendo la puerta lentamente mientras miraba por la abertura que se iba agrandando poco a poco. Lo primero que vio fue a sus tres amigos jugando al truco en compañía de botellas vacías y restos de longaniza y aceitunas y cáscaras de maní. Cuando sus amigos lo vieron se decidió a abrir la puerta del todo…, y sí, la vio sentada en la cama, con la guadaña apoyada verticalmente en el suelo, reposando la frente sobre el vano la misma, mirando hacia el suelo, como pensativa.
Entonces se desmayó.
Hizo falta que sus amigos lo desnudaran, lo metieran bajo la ducha durante un cuarto de hora, le dieran de beber cantidades importantes de un tequila duro que trajo Victorio, y le proporcionaran un sartal de cachetazos para que Torcuato apenas eructara: nimiedad que para los compañero fue un alivio, porque era el primer rastro de vida confiable que había manifestado Torcuato en la última media hora, desde que se había desmayado. Un par de minutos después abrió los ojos y se encontró acostado en la cama, desprovisto de ropa. Sus amigos lo rodeaban y lo miraban desde arriba. Buscó con la mirada y encontró a la Parca, ahora sentada en la silla, mirando sorprendida las cáscaras de maní. Comprendió que sus amigos no la veían e hizo un esfuerzo descomunal por mantener la calma y no comentarles nada al respecto, ya que considerarían que estaba alucinando y llamarían a la ambulancia, como habían hecho semanas atrás, cuando se había visto sacudido por una fiebre que casi lo manda al cielo a tocar tanguitos con un arpa.
-¿Dónde te habías metido, tano?...Estábamos preocupados -preguntó Cornelio, con una seriedad pasmosa.
-Menos mal, si no hubieran estado preocupados me prendían fuego el rancho -dijo Ricciotti irónicamente, pese a su lamentable estado.
-¿Dónde estabas? -volvió a preguntar Pinino.
-Fui al cine.
-¡Dejáte de joder, tano! ¿Desde cuando te gusta el cine? -inquirió Victorio.
-Bueno, bueno, no le quememos la cabeza con preguntas -interrumpió Pinino- Dejémoslo dormir -y dirigiéndose a Torcuato, agregó-…: Tano, dormí bien que mañana vas a estar mejor y nos contás todo... Si necesitás algo, pegáme un grito.
Victorio y Cornelio dejaron la habitación. Pinino colocó el paquete de cigarrillos fuera del alcance de Torcuato y apagó la luz sin haberse dado cuenta que su amigo tenía el corazón casi paralizado y los testículos en la zona del gaznate, y hacía un esfuerzo inmenso para no pedirle que se quedara y generar alarma. Antes de cerrar la puerta, Pinino despidió a Ricciotti con estas emotivas palabras:
- Te quiero…, tano vagoneta…Hasta mañana.
Lógicamente, el tano fue inmune al calor de estas simples palabras, ya que la idea de quedarse solo, en la noche, con la Muerte sentada a su lado, lo tenía horrorizado. Ni bien se cerró la puerta y la oscuridad gobernó el ambiente, Ricciotti quedó pasmado, mirando el techo sin animarse a realizar gesto alguno. Estuvo así un largo rato, incluso se hizo el dormido; hasta que, viendo que la Parca permanecía impertérrita, la sangre italiana le subió al cerebro y decidió hacer frente a la situación. Se levantó cansadamente, aparentando entereza, encendió las luz, miró a la muerte de frente, y le dijo, con voz extremadamente baja pero firme, cargada de miedo e incertidumbre.
- Dígame qué pretende de mí y váyase, por favor.
La Parca, con un gesto corporal que no comprometía a nada y con voz misteriosa, monótona y sin corazón, respondió:
-¿A usted qué le parece?
A Torcuato le pareció lógica la respuesta de la Muerte: si estaba ahí, era para llevárselo con ella, como sucedía en toda historia fantástica. La Parca se puso de pie y a Torcuato le amainó un poco la sensación de miedo, ya que al contrario de como él se esperaba, la muerte era un figura regordeta que no emanaba ningún mal, y el fragmento de ojo que llegaba a distinguir tras la negrura de la capucha despedía ternura. De todas maneras, su estado nervioso no era el mejor.
- A mi me parece que ya se puede estar yendo de dónde nadie lo ha invitado -dijo al fin Ricciotti con cierta dignidad.
- Hace diez años que me está invitando, Torcuato…, no se haga el gil, y no me haga más difícil la tarea que se me ha encomendado -replicó la Parca levantando un poco el volumen de voz pero siempre gélido.
-¡Shhh! -se puso rojo Torcuato- ¡No grite!
- No se preocupe que el único que me puede escuchar es usted.
- Me estás haciendo una joda…, vos sos algún otario del barrio que me está boludeando… Tomátela, salame.
- ¿Quiere pruebas? ¿No le bastó con que me haya desmaterializado esta tarde?
Estas palabras sumieron a Ricciotti en la amargura. Se dejó caer y quedó arrodillado en el piso. No le cabían dudas ya: era la muerte, la verdadera, la que no ríe, la que sólo viene una vez. La Parca lo tomó del brazo y lo animó a ponerse de pie.
-Vamos, Torcuato, esto es así y no hay vuelta de hoja. Todavía le queda una semana.
-¡¿Cómo una semana?! -preguntó Torcuato y se dejó caer nuevamente, acongojado. No entendía nada.
-Sí, una semana. El lunes que viene nos vamos.
-¿Adónde nos vamos? -preguntó con voz lastimada.
- …Sabe muy bien adónde vamos.
Sí que lo sabía; aunque había algo que no le cerraba y necesitaba más pruebas para aceptar esa fantasía.
-Desenmascárese -Le pidió a la Muerte con voz enérgica, al tiempo que se ponía de pie.
-Ni loco -respondió la Parca con una voz carente de emociones- La última vez que lo hice se me murió el tipo antes de tiempo y me cagaron a pedo.
-¿Quién lo cagó a pedo? -preguntó Torcuato, superado por el ridículo de la situación
-Los de arriba.
-Me está tomando el pelo… Sáquese la capucha y muestre la cara, no sea cagón.
-Torcuato, usted es el tipo más terco que he conocido. Me niega cuando usted sabe muy bien que no le queda mucho acá abajo. No sea hipócrita, y no se la agarre conmigo que yo solamente cumplo órdenes.
- Si usted es mi muerte, quiero verle la cara -dijo como si en realidad todo fuera un juego- Tengo derecho.
-Está bien, si usted quiere que me desenmascare, lo voy a hacer. Pero prométame que no se me va a morir ahora.
-De eso usted debería estar seguro.
-No siempre se está seguro, a veces hay error de cálculos.
-No me gaste más, por favor, y sáquese esa capucha.
-Pero prométame que no se me va morir antes de tiempo, sino no.
-Está bien…, se lo prometo.
Y a poco estuvo Torcuato de faltar a su promesa luego de que la Parca se quitara la capucha y dejara ver su rostro: era Aníbal Troilo.



Una semana con la Muerte CAPTITULO 1

Lunes, primer día


Garuaba tristonamente cuando Torcuato Ricciotti entreabrió los ojos al tiempo que cerraba el telón del sueño en donde había asistido a su propio entierro. Resopló esforzadamente y el único pulmón que le quedaba emitió un silbido mediocre. “Otra vez la muerte”, pensó, y lanzó un insulto resignado dirigido a la vida misma. Como todos los días al despertar, recordó las palabras con las que tan fríamente se había despedido, hacía ya diez años, el doctor Zaporiti -el que le extirpara el pulmón izquierdo- en la última cita: “Ricciotti, o deja el cigarrillo o el cigarrillo lo deja a usted”. Y sí que era cierto que se estaban cumpliendo los barruntos del doctor… Haciendo caso omiso de un atisbo de conciencia que tuvo por un instante, prendió un cigarrillo antes siquiera de apearse de la cama, y mientras lo fumaba escrutó a través de la única e insignificante ventana de su hogar el plomizo color del cielo en compañía del sonido pétreo, un lunes al mediodía, de una ciudad tan magna como Buenos Aires. Cuando las brasas ya quemaban filtro apagó el cigarro en una lata de paté vacía que yacía en la mesa de luz y que hacía las veces de cenicero; luego se sentó en la cama y, sin haber contemplado aun la oquedad de su morada, inclinó la cabeza hacia abajo y así permaneció un largo rato, mirando el suelo mientras se acariciaba mansa y cavilosamente la cabeza -abundante en calvicie-, como si intentara extraer de esta un último mensaje claro. Entonces supo con certeza que ya danzaba en el umbral de la muerte. Así y todo, se alentó con esperanzas chiquitas y se dispuso a seguir viviendo con dignidad. Encendió otro cigarro y luego de batallar valientemente contra su pantagruélico y contrahecho cuerpo logró ponerse penosamente de pie. Y puso la pava al fuego para celebrar tal vez el más glorioso momento de la existencia criolla: el primer mate del día. Antes de entregarse a tan bella ceremonia, mientras el agua se calentaba a fuego lento, se dedicó a sus abluciones. Después se entregó al grotesco. Los pocos y canos pelos que todavía sobrevivían en al cabeza de Torcuato predominaban en el flanco izquierdo, donde voluntariamente se había dejado crecer una melena económica y risible, la que tenía el tupé de peinar con estoicismo femíneo, estirar, levantar, pasar por sobre la cabeza y pegar con gomina detrás de la oreja derecha con la intensión vana de poblar una cabeza ya irremediablemente infértil. Ricciotti formaba parte de esa masa de hombres que no se resignan a aceptarse pelados, y llegan a las 70 años, como él ahora, y malgastan la poca vida que les queda en esfuerzos sobrehumanos para disimular el desplume, consiguiendo casi siempre resultados catastróficos lindantes con el ridículo.
Todavía en calzoncillo, se tomó el primer mate y de inmediato sintió que su cuerpo se lo agradecía. Recién entonces consultó la hora: la una de la tarde. Se acercó hasta la ventanita -que daba a la calle- y le hizo una seña a Marcelino, el pibe que cuidaba coches y abría puertas de taxis, para que subiera a su habitación. En menos de diez segundos Marcelino estaba adentro del cuarto junto a su inseparable compañero Camilo, un perro de morondanga de tamaño mediano y color indefinible.
-Una docena de medialunas de grasa y dos paquetes de puchos -le encargó Ricciotti…, y agregó-: de paso dejále algunas medialunas a tu vieja
Y el pibe salió corriendo a la panadería de la esquina. Marcelino era un niño de ocho años, amigo de Ricciotti, a quien le hacía los mandados al precio de un peso por cada uno, cifra que Torcuato pagaba con mucho cariño y casi siempre con alguna generosa propina; y su madre y único familiar era una señora desmejorada que peleaba la vida vendiendo especias y chucherías en un puesto de vereda de la avenida Independencia.
Torcuato encendió el tercer cigarro del día, oteó a conciencia su pequeña morada y de sus ojos surgió una humedad nacida de una caravana tupida de recuerdos que atravesó su mente en un segundo. Cada vez que se hacía la idea que moriría en esa covacha terminaba sumido en una profunda impotencia que casi siempre devenía en tristeza. El antro en cuestión era una pequeña habitación perteneciente a la pensión “Galicia”, una casona vieja ubicada en la calle Perú, en pleno corazón del barrio San Telmo, y que regentaba José, un gallego que parecía recién desembarcado: un viejo arisco y malhumorado. La pensión contaba con apenas cuatro habitaciones y la de Torcuato era la más grande, lo cual no era tan alentador: seis metros por cinco y una ventanita por donde contemplar el mundo cuya cortina era una franela mugrienta. Adentro no había mucho: una cama de hierro que sostenía un colchón consumido, una cocina de dos hornallas, una parrigas, un par de ollas, algunos platos, vasos y cubiertos de distinto juego, una sartén, un televisor, una heladera enana y estruendosa, un ventilador poco eficaz, un vencido placard pequeño de madera terciada, y en el centro del ambiente una mesa enclenque y dos sillas desiguales. Eso sí, tenía baño privado, si a ese chiribitil se le podía llamar baño: un lavatorio de plástico, un inodoro putrefacto, una ducha eléctrica, fragmentos de jabón añejo desparramados por todas partes y pegados en los azulejos. Decenas de sachés de champú invadían el suelo. El ambiente principal -y único a excepción del chiribitil- estaba iluminado por un foco triste empañado de polvo que colgaba de un largo cable en cuya conjunción con el techo vivían placidamente algunas arañas. Las paredes estaban pintadas de un blanco ya muerto. En definitiva, había pobreza… Pronto harían diez años que vivía ahí.
Al ratito llegó Marcelino de la calle.
-¿Comiste algo? -le preguntó Torcuato.
-No -respondió el infante.
-Pasá, tomate un café con leche.
A Marcelino se le dibujó una amplia sonrisa en el rostro, le ordenó al perro que lo esperase en la puerta y corrió ansiosamente a acomodarse en la mesa: su pequeña figura destilaba una oronda pobreza… Bebió el café ávidamente y se comió tres de las medialunas mientras Torcuato lo observaba y cada tanto le acariciaba la cabeza.
-Tóquese algo, Torcuato -le pidió el pibe.
-Después, ahora estoy cansado, recién me levanto -se excusó Ricciotti.
-Déle, por favor -insistió el mocoso.
-Bueno, está bien…, pero sólo uno nomás.
Torcuato fue con paso cansino hasta el placard y de este sacó un hermoso bandoneón, un Premier senil. Se acomodó en la silla, colocó el instrumento sobre su pierna derecha y tocó, de manera más que respetuosa, el lindo tango “Milonguero Viejo”, ante la mirada maravillada de Marcelino, que no creía que esa caja insípida y plagada de botones pudiera escupir tan bellos sonidos. Una vez diluida la última nota, se escuchó una voz que provenía de la habitación contigua: “Lindo, tano…, lindo…, cada día pifiás más pero llegás más al cuore”. Era la gola de Pinino Cárdenas, su mejor amigo y un guitarrista excelso con el que trabajaba desde hacía más de treinta años… Antes de marcharse, Marcelino le recordó que alguna vez le había prometido que le enseñaría a tocar el fueye y que todavía estaba esperando ese momento.
-Cualquier día de estos empezamos -le prometió Torcuato, y antes de que el pibe se marchara, agregó-: Pasá a la tardecita que te preparo algo de morfar.
Marcelino se volvió y abrazó a Ricciotti con amor, como si fuera este el único ser que se ocupaba de él, y muy errado no estaba.
Ni bien Marcelino dejó el cuarto, Torcuato experimentó nuevamente una sensación extraña en su cuerpo, como si sus órganos pugnasen por tomarse un descanso eterno.
Algo deprimido, se echó en la cama.





La pensión Galicia era una casa antigua de dos pisos, de techos altos y paredes húmedas. En la planta baja había un enorme y cochambroso garaje repleto de cosas inservibles y un Citroen 2CV maltrecho que pertenecía a Pinino. Al fondo del garaje, en un cuartucho infestado de abandono, vivía el gallego José, solo…, solísimo. En la planta alta estaban las cuatro habitaciones que conformaban la pensión: en la número uno vivía Cornelio Barrenechea, un vasco sesentón retobado que rara vez sonreía pero tenía un corazón inmenso. Era un zapatero de lujo y sus clientes eran en su mayoría cantantes y bailarines de tango. Ganaba mucho dinero con su artístico oficio pero la mayoría del mismo iba a parar al hipódromo, a la milonga y al salvataje de amigos en apuros. Su habitación olía a cuero y pegamento y a nada más. En la habitación dos moraba Pinino, otro setentón, portador de una impecable peluquín, un extraordinario guitarrista que no quedaría en la historia del tango debido a su afición a la desprolijidad. En la tres vivía Torcuato y en la cuatro malvivía Victorio Di Giovanni, un octogenario que juraba ser pariente del mítico anarquista Severino Di Giovanni: un ácrata áspero cuyas ansias de libertad lo habían llevado a la poesía, al amor y al fin a la muerte. Victorio levantaba quiniela clandestina desde hacía varias décadas y por eso, por ser su trabajo “ilegal”, sus amigos lo llamaban Trucho. Su boca carecía de dentadura pero el resto de su salud era envidiable; también era un ferviente amante de la noche interminable. Los cuatro habitantes de la pensión eran grandes amigos y todas las noches celebraban esa amistad con extensas partidas de truco y vinos de procedencia sospechosa que duraban varias vueltas de aguja pequeña de reloj. Estas veladas nocturnas se celebraban siempre en la habitación de Torcuato, por ser la más grande.
Alrededor de las cuatro de la tarde el cielo se despejó, el sol apareció y pronto el húmedo calor se apoderó de todo. Era verano…Una vez que la lluvia fue un recuerdo lejano, Pinino entró a la habitación de Torcuato y encontró a este tumbado en la cama, fumando un cigarrillo innecesario pero vital.
- ¿Qué hacés, tano?... Vamos a laburar, ché, dale, que paró de llover -exclamó Pinino, algo preocupado por la decrepitud de su amigo.
- No me siento bien hoy, Pino…, andá vos.
- Dale, dejáte de joder, que hoy llegan dos cruceros repletos de gringos.
-Me siento mal…, de verdad…, mal…
-No me preocupes ahora, gordo… Dale, vestíte y vamos que hoy la levantamos con pala.
Pero la negativa de Ricciotti fue contundente, lo que alarmó un poco a Pinino. Para que Torcuato no fuera a trabajar tenía que estar casi muerto. Finalmente dejó de insistir y amagó a quedarse a cuidarlo, pero Ricciotti le pidió que por favor se fuera, que necesitaba estar solo un rato, que estaba todo bien y que no se preocupara. Sin aparente opción, Pinino se fue.
Pinino y Torcuato tocaban juntos desde tiempos inmemorables; y desde hacia diez años tocaban en Caminito, junto al río, en la calle, para el sartal de turistas que acudían cada día en procura de vaca barata y souvenirs de tango. Y esa era su única entrada económica, a la que se sumaba de vez en cuando alguna actuación de poca monta, generalmente en cumpleaños de viejos melancólicos, casamientos y recepciones empresariales.
Los párpados de Torcuato comenzaron a caer y pronto se hundió en un sueño profundo y olvidable, un sueño que tenía que ver con la desazón.

martes, 10 de marzo de 2009

TANGO, Historias Extraordinarias. "Fazio Gabriello Boticellim el feminista"

Generalmente se asocia al tango con el fascismo y el más recalcitrante machismo, y a decir verdad, no hay asociación más certera ni más consolidada por el empirismo. Las bases del ideal tanguero se forjaron con sentencias patéticas, como por ejemplo: “Todas las mujeres son unas putas excepto mi madre”; y hasta tal punto caló hondo esta idea que sigue siendo un orgullo para un tanguero ortodoxo vivir con la madre hasta que esta muera de vieja, considerar a cualquier mujer externa a sus sentimientos ediposos como un mero objeto sexual y de descarga de desprecio, violencia y rencor, y por supuesto, negar rotundamente la posibilidad de que a su madre le guste, por ejemplo, practicar sexo oral o ponerse en cuatro patas y que la embista el sodero. Con respecto a la relación del tango con el fascismo, sobran ejemplos, y el más claro es que en los años setenta el tango sirvió como música funcional en los centros de tortura de nuestros ejemplares militares -esos cobardes maricones que lo único que han hecho siempre es defender a la despreciable oligarquía y sus valores- Hecho este que significó una abrupta despopularización del tango en los años ochenta, debido a que una generación entera, al menos la despabilada, asoció tan hermosa música con tan nefasta época y prefirió poner en penitencia al tango para que no sirviera de conductor hacia recuerdos que deseaban desterrar.
Pero bien, es sabido que siempre hay una excepción a la regla, y en el caso del tango la gran excepción se llamó Fazio Gabriello Botticelli, un genio de la música, un excelso bandoneonísta que la historia tanguera sepultó debido a su estoica entrega al anarquismo y a su inagotable lucha en favor de la liberación de la mujer de las garras de la férula masculina y de la vomitiva iglesia cristiana, en una época donde la mujer todavía estaba lejos de tener siquiera derecho al Sufragio Universal. Por eso, resucitaré a Fazio de las tumbas del injusto olvido, tumbas donde descansan todas las almas que lucharon por la verdadera libertad, tumbas que la aristocracia guarda con llaves recelosas, protegidas con la censura y el terrorismo de Estado. Por eso entrego hoy una síntesis de la heroica y malograda vida de Fazio, porque es en la historia donde están nuestras respuestas de ahora.
De sangre italiana: Fazio nació el 1 de mayo de 1910 en Buenos Aires, en el barrio de la Boca. Se sabe poco y nada sobre sus primeros años de vida. A los ocho su padrino le regaló un bandoneón y a los 12 ya tocaba extremadamente bien y tenía su propio grupo. Su padre, Lorenzo Botticelli, era un cristiano ignorante que en su vida no había tenido más que dos gestos de cariño para con su esposa y sí muchas cachetadas y prohibiciones e impunidad. Según un primo suyo, el despertar de Fazio en la lucha feminista fue en su propia casa, tras muchas veces de ver a su madre llorar por los maltratos que le confería de su padre, llena de moretones, cuernos y lágrimas. Fue una noche de carnaval: Lorenzo llegó a la casa a las siete de la mañana, completamente borracho y agresivo. Fazio estaba despierto y desde su habitación escuchó como su madre le decía al padre que tenía olor a mujer y olía a apestado, e inmediatamente escuchó el sartal de insultos de su padre y la posterior cachetada y llanto de su madre. Harto de esa historia, fue corriendo hasta la habitación contigua, agarró a su padre de los pelos, lo acomodó, y lo reventó a patadas y puñetazos hasta dejarlo inconciente y sangrante, para después decirle firmemente: “La próxima vez que tocás a mamá, te corto los huevos, hijo de mil puta”. Desde entonces, a Lorenzo no se le pasó nunca más por la cabeza la idea de golpear a la mujer a la que había jurado amor eterno y protección ante dios. Y nunca más le dirigió la palabra a Fazio, y a este no le importó en lo más mínimo. Fazio Gabriello se fue de la casa y se instaló en un conventillo del barrio. Tenía entonces apenas 15 años pero ya era un mastodonte de un metro ochenta y cinco de altura y noventa kilos de peso, medidas que mantendría hasta el fin de sus días. Era una persona excesivamente bonachona para el mundo hostil que lo rodeaba; se criaba solo y en la calle y la noche, lejos de los valores mediocres y obtusos de su familia. Ya a los quince años, Fazio pensaba que a la violencia se le respondía con violencia. Comenzó a leer mucho sobre todo y se inclinó a las ideas anarquistas, que a su modo de sentir era las únicas que pugnaban por la libertad verdadera, y las demás le parecían variantes de la tiranía. En el año 26 conoció a los hermanos Scarfó, unos muchachos de cuna aristócrata que renegaban de su condición y estaban entregados a la lucha anarquista contra el fascismo argentino junto al gran Severino Di Giovanni, su cuñado. Fazio participó en algunos atentados de poca monta, pero en el 27 se retiró para entregarse de lleno a la lucha por la libertad de la mujer… Los primeros atentados sucedieron en el barrio: cuando Fazio se enteraba que algún “machito” golpeaba a su mujer, lo buscaba y lo infestaba de moretones. Al poco tiempo de comenzar a emplear estos métodos había creado una red solidaria con varias mujeres de las adyacencias, por lo que cuando alguna de estas recibía alguna paliza de su respectivo marido, no tenía más que avisarle a Fazio y este la vengaba. Paralelamente a su lucha, Fazio trabajaba con su trío de tango por todos los recovecos de la ciudad, y pronto se convirtió en una estrella, ya que era, por lejos, el mejor bandoneonísta de la época. Pero su cabeza estaba en la mujer. En el año 29 denunció a la justicia a varios de sus colegas por maltrato a sus mujeres, pero fue en vano, ya que para la justicia la mujer no significaba mucho. Entonces Fazio se fue quedando solo, los músicos ya no querían tocar con él porque sabían de su lucha y eran concientes de que tarde o temprano serían ellos mismos los que caerían bajo su puño justiciero. El único que lo respetaba era un pibe que tendría mucho futuro y que se llamaba Osvaldo Pugliese, pero en realidad este nunca se comprometió de lleno en la causa que mantenía en vilo a Fazio… En el año 30, el país era un desastre, y Fazio comprendió que su lucha tendría que ir más allá. Le preocupaba mucho la libertad sexual de la mujer, que era escasa, y comenzó a utilizar su música como arma de lucha en contra de los prejuicios sociales y las cadenas que tenían maniatadas las fantasías y faldas femíneas. En el año 30 sacó su primer disco con composiciones propias, acompañado por Azucena Villaflor, una pianista extraordinaria que era el único músico que apoyaba a Fazio. El disco se llamó “Mujeres Libres” y tuvo éxito nulo, apenas seis discos vendidos y una censura generalizada. De todas maneras esto le valió cierta fama. La opinión pública comenzó a tildarlo de maricón pero muy equivocados estaban, ya que su respeto a la mujer y sus ideales feministas proporcionaban incalculables cantidades de mujeres a su lecho. Nunca, en su larga vida, Fazio faltó el respeto a una mujer, sino todo lo contrario; en la cama era tolerante y generoso y lograba que hasta la más sumisa ama de casa se transformara en una golfa guarra y hermosa… Por entonces comenzó a colaborar en las villas miserias de los alrededores de Buenos Aires, enseñando a leer a los niños menesterosos e inculcándoles valores de libertad, a la vez que organizaba talleres para mujeres golpeadas, en donde enseñaba métodos de defensa. En el año 31, hastiado de tanta mierda machista, saca su segundo disco, otra vez junto a Azucena, su leal compañera de escenario, “Mujeres al poder”, lo que le valió un aplastamiento de la crítica, no tanto por la música, que era realmente maravillosa, sino por el mensaje excesivamente a favor de la libertad femenina. Lejos de bajar los brazos, Fazio fue más lejos, y después que Uriburu tomara el poder mediante un burlesco golpe de Estado, funda el periódico “Fémina” y esto lo conducirá al inevitable exilio. El periódico era completamente redactado por él. Allí trató todos los temas que concernían a la mujer, denunciándolo todo e invitando a la revolución armada femenina; incluso agregó un suplemento pornográfico enfocado al placer de la mujer, donde dejaba, de manera irónica e indirecta, a todos los malevos como unos cornudos y cobardes y cagones y hasta homosexuales reprimidos. Uriburu y sus esbirros estaban alarmados y mandaron a destruir el periódico, que, por supuesto, funcionaba en la más secreta clandestinidad, en el sótano de la casa de Azucena. Uriburu encontraría el sótano después de la cuarta tirada del periódico. Ahí Fazio fue mucho más allá de lo que la cultura nacional, e incluso mundial, estaba dispuesta a tolerar, y el dictador argentino envió toda la maquinaria del Estado al cierre del periódico y la captura –vivo o muerto- de Fazio Gabriello Botticelli: En la primera página hacia una defensa sublime al aborto legal -lo que sería imperdonable para la iglesia y para la banda de Carlés-, y continúa con su campaña inagotable en favor del derecho al Sufragio Universal de la mujer como algo existencialmente lógico. La gota que rebalsó el vaso fue el suplemento pornográfico: ahí hacía una introducción donde aseguraba que Jesús de Nazaret había sido un combatiente anarquista y que estaba hartamente demostrado. Para Fazio, la multiplicación de panes y peces nada tenían que ver con milagros, sino con la organización anarquista a la que había impulsado Jesús al pueblo, que conllevó, como es lógico, al aunamiento de fuerzas del pueblo en pos de los intereses y necesidades comunes y a una justa distribución de las riquezas. Según Fazio, Jesús había sido finalmente crucificado básicamente por el hecho de no ser ciudadano romano, virtud que le hubiera valido la posibilidad de ir a juicio de defensa en la mismísima Roma, como fue San Pablo, -que estaba en la misma bolsa que Jesús pero al ser de Tarso (hoy Turquía) y ser esta una ciudad griega, gozaba de la ciudadanía romana-, y al menos haber intentado conseguir padecer penurias menos monstruosas. El motivo fundamental por el que Jesús había sido llevado a la cruz -que no era más que un instrumento de tortura romano-, según Botticelli, estribaba en que los judíos que manejaban los números estaban asustados por las ideas libertarias del nazareno que perjudicaban tan notablemente sus intereses; y le exigieron a Poncio Pilatos que hiciera algo al respecto. A Poncio le importaba una mierda Jesús, y para dejar contentos a los judíos, lo mandó a matar. Como resulta ya lógico, el nacimiento divino del Nazareno a Fazio le resultaba un absurdo y al respecto escribió un relato erótico sobre la noche en que María y José concibieron al primer anarquista, Jesús. En el relato, María preludiaba el acto amatorio con una soberbia mamada mientras le introducía un dedo en el ano a José. Después, José pasaba por lengua a María y se la metía por atrás, por adelante y hasta por las orejas; y eyaculaba sobre sus tetas con total naturalidad. Recién en el quinto orgasmo de María y tercero de José, saciados de amor, felicidad y placer, fue concebido el mocoso que cambiaría la historia de la humanidad… Dos días después que saliera el periódico, la casa de Azucena fue allanada y destruida…El gobiernos declaró a Fazio enemigo publico número uno y la iglesia lo identificó como el mismísimo Luzbel… La Alianza Antifeminista Argentina (A.A.A / Triple A) y los matones de la Liga Patriótica Argentina lo pusieron en la cabeza de sus respectivas listas negras. Dos días después, Fazio se embarcaba desde Paraguay rumbo a Francia, al exilio. Azucena partió para Uruguay y nunca se supo más nada de ella.
Gracias a sus extraordinarias cualidades musicales le fue fácil instalarse en París. Inmediatamente llegó, comenzó a trabajar, pero como solista, ya que no quería robarle tiempo a la militancia armando grupos que requerirían ensayos y proyectos. Tocando solo, le sobraba para vivir más que holgadamente. Aprendió francés perfectamente y se metió a estudiar medicina, especializándose en obstetricia y ginecología. Se graduó y comenzó a planear sus próximos pasos en la lucha. Pero estalló la segunda guerra mundial y todo fue una confusión. Finalmente los nazis invaden Francia. Fazio estaba destruido por tanta mierda y dolor y se dijo que algo tenía que hacer. Se hizo pasar por nazi y fue contactándose con miembros de la SS a los que encandilaba con su bandoneón. Hasta que logró lo que quería: para un mitin que generales y cantidad de miembros de las altas filas hitlerianas celebraban en un suburbio de París, Fazio fue invitado -contrato de por medio- para amenizar la velada con su música. Fazio aceptó encantadamente y tocó durante varias horas un repertorio selecto que dejó a los nazis boquiabiertos. Incluso hizo creer a los esbirros que había compuesto un tema en homenaje a Hitler llamado “Tercer Reich”, cuando en realidad se trataba de la melodía del tango “Qué querés con ese loro”, de Enrique Delfino. Fazio recibió una paga descomunal y fue despedido del recinto con agradecimientos desmesurados. Lo que nunca supieron los nacionalsocialistas es que el estuche que llevaba Fazio al salir, estaba vacío y que el bandoneón en cuestión había quedado bien refugiado en el baño, con una bomba adentro. Desde lejos Fazio escuchó la explosión y vio el fuego, y si bien lo aterró la idea de haber aniquilado a cien personas, se sintió satisfecho. El dinero ganado en aquella inolvidable actuación lo donó a uno de los grupos judíos que estaban vengando la barbaridad de Auschwitz con plomo…Después del sangriento desembarco de Normandía y magnetizado por la subida de Perón al poder, Fazio decidió volver a su tierra, después de más de diez años de soledad y exilio que no habían amainado en lo más mínimo su espíritu revolucionario feminista, sino todo lo contrario, ahora estaba más preparado que nunca… Al llegar al país, se mantuvo por un tiempo ausente para tantear el terreno y ubicar a sus amigos y enemigos. Si bien le era imposible amar a Perón como parecían amarlo los menesterosos, le parecía “lo menos peor” y decidió sumarse a sus filas por un solo motivo: María Eva Duarte de Perón…
Evita, ante todo, era mujer; estaba logrando grandes avances en la lucha y era la vocera de las mujeres en el país. Cuando Fazio estuvo convencido de la grandeza de Evita, movió cielo y tierra para lograr contactar con ella, y por supuesto, lo logró. Evita lloró de emoción al verlo, ya que Fazio había sido la musa que había inspirado su fuerza, cosa que a Fazio lo llenó de orgullo. Botticelli se dio cuenta de que miles de mujeres de todo el país lo adoraban, y que lo podían demostrar ahora porque tenían el apoyo de Eva, porque antes había sido difícil, debido al temor a las represalias de sus respectivos maridos e instituciones.
Comenzó a trabajar a la par de Evita, pero oculto, y hasta fue su consejero (muchas voces misteriosas de aquel gobierno aun hoy aseguran que Eva era la voz de Fazio). El 25 de julio de 1949, en el teatro Nacional Cervantes se llevó a cabo la Primera Asamblea Nacional del Movimiento Peronista Argentino, y se creó el Partido Peronista Femenino. Como no podía ser de otra manera, fue Fazio Gabriello Botticelli el que amenizó la velada con su Orquesta Típica Evita, integrada, a excepción de él, totalmente por mujeres. El 11 de noviembre del 51 votó por primera vez la mujer y ese fue el día más feliz en la vida de Fazio. “Ganamos una gran batalla”; le había dicho a Evita.
A sabiendas de Eva, Fazio realizó abortos en todos los barrios pobres del Gran Buenos Aires, creó asambleas femeninas para establecer solidaridades, fundó guarderías gratuitas para hijos de madres solteras que tuvieran que trabajar e impulsó a Eva para traer tecnología a los hospitales destinados a la salud de la mujer. Dictaba clases de educación sexual para mujeres, sobre métodos anticonceptivos, y continuó con sus talleres de defensa personal para mujeres maltratadas. Para esta vuelta había conocido a un gran amigo y aliado incondicional: Ricardo Caradagian, un cinturón negro de Kun Fu, que era el que impartía las clases de defensa personal.
Evita estaba encantado con él, y Fazio con ella. Pero, como siempre, las cosas empezaron a ponerse densas y encima Evita cayó enferma. Pocos meses antes de morir, Evita le entregó a Fazio un sartal de armas -de las que le había vendido el rey de Holanda-, para que se defendiera, porque según ella, se venían tiempos difíciles y la oligarquía estaba sedienta de sangre….
Murió Evita, y después cayó Perón.
Y a Fazio no le quedó otra que esconderse… Se fue a vivir a Beriso, y abrió una ferretería que le dio de comer hasta el fin de sus días. En el 56 se enamoró de Rosa, se casó y tuvo dos hijas. Fue un esposo y padre ejemplar: le cambiaba los pañales a las nenas, cocinaba para Rosa y sus amigas, limpiaba la casa, hacía los mandados, y jamás faltó el respeto ni siquiera mínimamente a ninguna. Les inculcó a sus hijas y a su mujer la libertad sexual y social y les hizo prometer a las tres que si algún día lo encontraban apelando al machismo, le pegaran un tiro.
El 13 de enero de 1972, a los 62 años de edad, murió, de un paro cardíaco, Fazio Gabriello Botticelli, el mártir en vida que había levantado las banderas de las hembras y uno de los más grandes bandoneonístas y músicos de tango que había dado el país. La noticia de la muerte fue nacional, y su cajón se paseó por las calles de Buenos Aires rodeado de tres mil mujeres que no escatimaron en lágrimas para homenajear al gran Fazio, su héroe.
Y hoy lo recordamos, sí, porque es necesario hacerlo en este mundo gobernado por hombres que no saben más que ofrecer hambre, guerra, dolor y muerte. Y deseamos que haya miles de Fazios, y que las mujeres al fin agarren las riendas de este caballo mal parido que es la Sociedad, para otorgarle paz, practicidad y alegría.